ÍNDICE:

Enseñanza 1: La Renuncia es el Camino de Cafh
Enseñanza 2: Meditación sobre la Muerte
Enseñanza 3: Presencia en la Hora Eterna
Enseñanza 4: La Muerte Mística de De Rancé
Enseñanza 5: Efectividad Posesiva de la Renuncia
Enseñanza 6: El Vencimiento del Sueño
Enseñanza 7: La Renuncia como Salvación
Enseñanza 8: La Mística de la Ceniza de San Pablo de la Cruz
Enseñanza 9: Automatismo Liberador de la Renuncia
Enseñanza 10: Los Bienes de la Renuncia
Enseñanza 11: El Valor Único de la Renuncia
Enseñanza 12: Los Discípulos Tibetanos
Enseñanza 13: La Renuncia como Holocausto
Enseñanza 14: Conquista de Almas por la Renuncia
Enseñanza 15: La Renuncia Permanente
Enseñanza 16: Santa Francisca Romana

Enseñanza 1: La Renuncia es el Camino de Cafh

El renunciamiento es el camino de Cafh y no hay otro camino para la salvación del mundo.
El renunciamiento es el único medio de salvación no sólo para los Hijos de Cafh, sino para toda la Humanidad.
Si se tuviera el concepto de que el renunciamiento atañe únicamente a una parte de la Humanidad, el camino de Cafh sería imperfecto.
La Renuncia es el camino de Cafh y los Hijos lo deben practicar desde ya, vivirlo desde ya, pero no con la idea de que el camino sea sólo para ellos, sino con la seguridad de que es el único camino para la salvación de todo el género humano.
El renunciamiento es el único camino de salvación y no hay otro.
Esta doctrina fundamental no es nueva sino es la de todos los Grandes Iniciados, de todos los grandes seres que han dado el Mensaje a la Humanidad y no fueron escuchados. Pero al Hijo se le ha concedido el don inapreciable, por el momento en el que debe vivir, de saber que la Humanidad ha terminado su ciclo de evolución de permanencia oscilante, como las sombras que se reflejan sobre la pared del mundo, por el estremecimiento mundial de una fuerza verdaderamente sobrenatural, de una energía nunca conocida por el hombre y alcanza así una visión más clara de la realidad de la vida humana.
Es que la misión del Hijo es realmente extraordinaria porque con su mensaje de renunciamiento llega en la hora propicia, en la hora en que la Humanidad, a pesar de todas sus miserias, puede comprender y captar este mensaje. Pero para que eso se cumpla es necesario que su preparación sea completa y absoluta.
En el mundo no sólo los Hijos de Cafh, sino muchas almas hay que practican la renuncia, que la han comprendido, que la viven; pero es necesario que Cafh en su lugar, con las almas que le han sido confiadas, empiece a predicar este Mensaje sobre todas las cosas.
Cafh tiene el Mensaje para predicar a las almas: que el renunciamiento es el único camino de salvación. El Hijo que llega a Cafh y no comprende esto no puede ser nunca Hijo de Cafh.
El renunciamiento es el fundamento de la doctrina, la base de la creencia del Hijo, el mensaje que tiene para la Humanidad. Él no puede desviarse de este concepto fundamental respecto a las almas.
Desde que el Hijo entra en el Sendero como Patrocinado comprende que ésta es la única verdad. No la practica, pero se le enseña y la comprende. No puede negársele eso a las almas. El instructor que no le enseña al Hijo que todo es vano y perecedero no enseña una doctrina sana. El Patrocinado ha de ser enseñado para que comprenda y sepa. El deber de los Superiores es que lo sepa. Para llevarlo a ese punto es necesario que se le aboque a la consideración de que todo es vano en el mundo.
Muchas veces los Superiores y los instructores ilusionan a las almas con falsas doctrinas, porque no los creen todavía capacitados o porque creen perjudicarlos, sin saber que esa es la base de la predicación: abrirles los ojos desde el principio.
Todo perece, todo muere; la Renuncia es el único camino de salvación. Un alma que vive de ilusiones puede alejarse, pero muchas otras almas predestinadas vendrán al Sendero porque el alma al final recibe el Mensaje. ¿Acaso no se ha visto cuántas almas, sobre todo al principio, se alejan del Camino? ¿Por qué? Porque no se ha sabido darles la verdadera doctrina, se las ha ilusionado, no se les ha predicado la sana doctrina de la verdad: de que todo es Renuncia, de que aquél que no renuncia no tiene ni tendrá jamás salvación; no sólo morirá como ser humano, sino todas sus ilusiones morirán con él; todo lo que ha creído gloria se transformará en fracaso.
El Solitario, desde luego, no puede ser tal si no comprende este bien fundamental. Sus Votos no serían nada más que un caparazón de defensa exterior si no lo comprendiera. Pero no sólo lo comprende, sino lo practica parcialmente; lo ha comprendido y lo ha comenzado a practicar.
Quien lee con atención el Reglamento ve que la vida del Solitario no es nada más que un gran puente de salvación tendido entre la tierra y el cielo para que el alma lo cruce y se entregue completamente a la Renuncia.
La vida del Solitario no es nada más que una escuela, un estímulo a la práctica continua para llevarlo a la Renuncia; es un trabajo de amor que la Madre hace a través de los Superiores para llevarlo al verdadero bien que es la Renuncia comprendida, practicada y vivida, hecha carne, hecha mente, hecha vida en el ser. Y está de más decir que, en ese divino conjunto de Cafh, es el Ordenado aquél que la practica, que la vive en su plenitud.
Pero este renunciamiento no es el renunciamiento del egoísmo.
La misión fundamental de Cafh, en este sentido, es una misión individual, por lo tanto, humana, para todo el género humano. No es el renunciamiento del hombre que lo logra para sí, aún si piensa que su renunciamiento ha de redundar en bien de la Humanidad. El renunciamiento del Hijo no es total ni será nunca total, hasta que todo el género humano no haya comprendido y vivido esta verdad única y universal. Por eso el primer deber del Ordenado es predicar a las almas del mundo la consideración de que todo es ruina, muerte, de que todo termina, de que nada puede permanecer.
Todo es un devenir. Éste es el primer mensaje, el primer deber. Pero para eso hay que tener una conciencia profunda de este sentido; él tiene que ser una realidad tan absoluta que nunca, en ningún momento, se cruce por la mente una idea contraria. Un Hijo que, por ejemplo, tenga en un momento la tentación de volver al mundo no ha comprendido el Voto de Renuncia porque si no esa idea no podría entrar en su mente, en su naturaleza, en su ser.
Hay que predicar al mundo que todo es muerte y ruina, pero ante todo debe serlo para el mismo Hijo.
En primer lugar hay que tener un concepto clarísimo de lo que es el Voto de Renuncia que es completamente auxiliar de la verdadera Renuncia, porque la Renuncia es algo vivo, de uno.
En segundo lugar el Voto intuye la Renuncia, la estimula.
Entonces se ha de comprender que no puede consagrarse quien no tiene una comprensión íntima de la Renuncia. Así se evita él tener que oír luego: “Yo no puedo morir, no tengo la fuerza necesaria para morir”. Esto es fundamental en los Hijos.
La idea ha de ser absoluta; si no hay tal no hay que engañarse, no se puede admitir al Hijo en la Comunidad.
Este concepto lleva entonces a esta conclusión: aquél que toma el camino de la Renuncia jamás vuelve atrás. El Voto es un auxiliar; se puede dispensar un Voto, pero ese ser no queda por eso dispensado de la Renuncia, es un fracasado. Todos los Hijos son responsables de ese fracaso porque se le han dado ilusiones en vez de espíritu de desprendimiento. Se le ha fomentado una vocación. El fracaso de él es el fracaso del Superior, de los Directores, de los compañeros. Es una lastimadura que toca a todos y daña a todos.
Es necesario que el Hijo que aspira a la Ordenación sepa que la Renuncia es un don del alma, que una vez que está en el alma no se puede sacar nunca más. Para eso es preciso que los Ordenados de Comunidad estrechen más sus lazos, sus vínculos, sean sellados en su vocación, no por soberbia, sino por caridad hacia las almas que no están llamadas a la vocación de Renuncia. Esto ha de hacer que se aten el uno con el otro y formen una cadena mística que impedirá que esas almas emitan los Votos y caigan de una altura tan grande y renieguen continuamente de Dios; porque el Ángel de Luz siempre se vuelve Satán, maldice en su corazón lo que ha perdido, lo que ya no tiene. Aún si su cara sonríe de felicidad sus labios destilan veneno. Los Hijos tienen que evitar eso.
¿Cuál es el método más seguro a seguir con las almas?
¿Cuáles han de ser estos medios para evitarles los errores?
Primero: Un examen verdadero para ingresar a la Ordenación.
Segundo: Un seminario más completo.
Es responsabilidad de los Hijos el que un aspirante nunca llegue a decir: “Yo no puedo morir”. ¿Cómo no se han dado cuenta antes? ¿Cómo han dejado escapar eso?
Ante todo los aspirantes, sobre todo los hombres, la mayoría de las veces tienen un concepto falso de la Ordenación. Creen que la Ordenación es adquirir algo, tener algo.
Un aspirante escribió a su Director Espiritual: “Deseo ordenarme para tener una unión más intima con la Divina Madre”. Y éste le respondió: “Para lograr una unión más íntima con la Divina Madre no hace falta ordenarse; todos los Hijos tienen a su alcance los medios para lograr ese fin ya que ése es un bien completamente interior. Aún el más humilde Patrocinado puede alcanzar la Unión Divina si se entrega interiormente con un amor ilimitado y si ordena su vida con el ascetismo adecuado para él”.
Todas las almas interiormente pueden llegar a la Unión con la Divinidad, tienen menos posibilidades que las almas consagradas, pero pueden llegar. El goce no será perfecto, tienen menos medios.
Los Ordenados tienen más medios y por lo tanto más responsabilidades.
“Tener vocación de Ordenado -decía este Director Espiritual- es otra cosa: Es tener una seguridad interior y sostenida que sólo en ese tipo de vida de Comunidad se encontrará la felicidad, el bien y el medio para alcanzar la Unión Divina. Es sentir que ése es su lugar, sentir que en la Casa de la Madre se estará a gusto, que ninguna otra cosa puede ya gustarle, que podría tener muchas dificultades, pero que al final dirá ¡paciencia! y seguirá adelante. A lo mejor no logrará nunca en esta vida una verdadera unión, pero esto lo predispone, en la hora de la muerte, a la Unión. Para el Hijo Ordenado es sólo éste el bien y el medio para alcanzar la Unión. Otros pueden tener muchos otros bienes, pero para las almas consagradas -continuaba diciendo el Director Espiritual- “...es como una seguridad de que no se ha nacido para los trabajos del mundo, ni para la familia, sino que sólo se es adaptable al tipo de Vida de Comunidad”.
Esto hay que comprenderlo muy bien porque es un signo inevitable de vocación. Hay que desconfiar de los muchos entusiasmos; pero si el aspirante no tiene interés por nada, si no le llama nada la atención y hace lo que le mandan, escucha el consejo del Superior sin sensibilidades, ése es signo de un verdadero llamado.
Los Superiores no tomen nunca al Hijo que dice que sin eso no puede vivir; eso es entusiasmo, fogaratas, es buscar algo. La vida del Ordenado es la nada; renuncia, desprendimiento absoluto.
Y acrecentaba aquel Director Espiritual: “Aún así, puede ser que con ser buenos Hijos Ordenados y muy aptos para la vida de Comunidad no se logre en esta vida la unión anhelada. Claro que la Ordenación, que es un tipo de vida, predispone más a ese fin. Pero predispone, no da. Además, la vida de Comunidad que no es de ilusiones, es de trabajo humilde: cultivar la tierra, cocinar, ser obrero, con pocos estudios; todo se concreta en un gran silencio, en una absoluta obediencia, en una rutina que termina con la muerte física del Hijo”.
Se dice esto para que no haya lugar a dudas; si esto es lo que busca, no hay inconvenientes en recibir al Hijo.
Hay que hablar muy claramente porque la dispensa de Votos no es más que un paliativo; en el camino de Dios, de la Verdad, de la Renuncia, no hay más que dos cosas: o se triunfa o se fracasa. Por eso el único bien que se puede hacer a las almas que fracasan es el silencio; no nombrarlas, olvidarlas.
La vida del Ordenado es muerte y los muertos no vuelven; si vuelven los vivos huyen de ellos. Llevan consigo una maldición, su propia maldición: no poder estar en contacto ya con los seres, no encontrar la felicidad. Sobre todo la gran maldición consiste en que estas pobres almas para tener un poco de paz y de soledad tienen que renegar de Dios, de la fe que es la gracia del alma y el único don que tiene el hombre sobre la tierra, que es creer.

Enseñanza 2: Meditación sobre la Muerte

Cuando el Bienaventurado Buda empezó a reunir a sus hijos a su alrededor para enseñarles la extraordinaria verdad de que todo es renuncia y nada es duradero en el mundo, lo primero que hizo no fue decirles que todo perece, que todo termina, sino fue mandarlos a un cementerio.
En ese tiempo en que el hinduísmo, el brahmanismo y los grandes ejercicios ascéticos estaban en auge, en que se practicaba una renuncia tan exterior que los hombres se desnudaban hasta de sus ropas, en esa India de entonces, fue toda una novedad el ascetismo del Buda que mandó a sus discípulos al cementerio a recoger los harapos de los cadáveres para que tengan así el recuerdo continuo de que todo muere sobre la tierra. Por esa razón los que han renunciado llevan una vestidura amarilla, porque era el lienzo de los despojos humanos. Antes que el Buda les diera la doctrina tuvieron sus hijos que sentir en carne propia, a través de esas vestiduras, que eran también ellos despojos humanos, que eran muertos en vida.
La consideración de la muerte y de lo perecedero de las cosas humanas ha de estar continuamente en el Hijo, pero no sólo como una idea, sino como una realidad. Es fácil decirlo, pero hay que hacer que verdaderamente sea una realidad.
Un Hijo devotísimo que meditaba un día sobre la Dama Negra quedó como entre sueños, como vencido por el sueño. Vio entonces un horrible ser delante suyo, un ser que daba la impresión de ser la imagen misma de todos los horrores. No tenía cuerpo; esa imagen de envoltura carnal daba la impresión de unas escamas tremendas de leproso. No tenía manos sino muñones que parecían garras, cuchillos de hierro. No tenía rostro, sino inmensos y profundos surcos de oscuridad.
El pobre Hijo quedó como temblando. Nunca había visto un horror tan espantoso; pero tuvo fuerza para preguntar en su imaginación: “¿Quién eres, cuál es tu nombre? Tú eres seguramente la Dama Negra”. Y este horrible ser, abriendo imaginariamente sus fauces, dijo: “Yo soy la Muerte”.
“Es bueno -le dijo a este Hijo su Director Espiritual- y es una gracia extraordinaria la que usted ha recibido, porque cuando la enemiga se muestra tal cual es, es porque poco le queda para ser vencida; porque ella sabe siempre disfrazarse y adornarse de bellezas ilusorias”. ¡Cuántos son los velos de ilusión que lleva sobre sí! A través de ellos van los pobres seres buscando el placer, la sensación, la gloria, la dicha, la riqueza. Pero cuando ella está acorralada, cuando esos velos de ilusión le han sido quitados poco a poco, muestra toda su fealdad, lo que ella es. Pero ya se ve cuáles son sus palabras más terribles: Ella es, sobre todo, la muerte.
Aún entre los Hijos que han tomado la senda del renunciamiento se ve poco la tendencia a esta saludable meditación de la Dama Negra, representándola como la muerte. Si el alma ha de llegar a la Santa Ordenación por la consideración de que todo es perecedero, uno de los más hermosos ejercicios que ha de practicar, sobre todo en el tiempo del Seminario, es sobre la única realidad: la muerte. Recuerden esto los Superiores y los Directores de Seminario vuelvan muchas veces a insistir sobre la meditación de la muerte.
Buda, el bienaventurado, les dio como primer don de gracia a sus monjes el sudario de los difuntos como traje monástico y les mandó, en los preceptos fundamentales consignados que una vez por mes se recogieran una noche entera en un cementerio para meditar sobre la muerte.
Todos los grandes seres acostumbraron hacer esta saludable meditación y lograron su santidad a través de este valioso ejercicio tan necesario a los Hijos porque la naturaleza humana tiende a relajarse, a traer sensaciones de lo exterior; sensaciones de engaño, de goce, de permanencia de los bienes del mundo.
Como aún los Hijos están revestidos de carne no se puede dejar de dar el antídoto adecuado con la meditación sobre la muerte.
Cuando los chelas hindúes empiezan su noviciado, lo primero que hace su gurú es mandarlos a los quemaderos de cadáveres para que vean a donde van a parar todos los bienes y grandezas del mundo.
El lugar donde descansan los muertos es un lugar que no agrada a los hombres, pero los Hijos en sus meditaciones, si bien no pueden ir siempre a un cementerio, tendrán que ir con su pensamiento y buscar en esas saludables imágenes la visión clara de la única realidad.
Los hombres acostumbran a reverenciar a sus muertos de muchos modos; cada uno cree que la suya es la mejor manera, pero en todos los cementerios del mundo se puede conocer lo que es la vida humana.
Es bueno que en alas de su pensamiento vaya recorriendo el Hijo esos lugares en donde, si bien con distintas ceremonias y métodos, se ve que todo se reduce a lo mismo; al polvo, a la nada. Pueden volar a los países en donde los hombres levantan grandes piras al lado de los ríos para quemar los cadáveres de sus muertos; ver allí cómo terminan esos cuerpos tan amados, tan favorecidos, tan complacidos; ver cómo sus despojos son arrojados a las aguas para ser pasto de las tortugas sagradas.
Vaya el Hijo a las altas mesetas del Tibet y verá como enseguida después de muertos, los parientes, a pesar de sus lágrimas, entregan a sus difuntos a las manos de los hombres carniceros que los llevan a un lugar apartado entre las rocas, para descuartizarlos y darlos como alimento a los buitres. Aún hoy los parsis ponen a sus muertos en altas torres para que sean comidos por las aves de rapiña y sus huesos calcinados al sol. Esos huesos hablan bien claro. Estas torres son como cementerios de la vanidad humana, blancos huesos que dicen: “¿Me reconoces? ¿Acaso sabes acaso quién soy? ¿Sabes si he sido hombre o mujer, rico o pobre, lindo o feo?” Allí no hay más que huesos y despojos de la muerte.
Pero al día de hoy se puede ver un nuevo cementerio en el mundo, el cementerio hecho por la ignominia de la civilización. Aún lo salvajes tienen un lugar en donde poner a sus muertos, pero la civilización de hoy mata tanta gente en los campos de batalla que no tienen dónde enterrarlos. Una mujer misionera protestante en Corea describe esos campos como un espectáculo tan terrible y espantoso que no se puede describir con palabras: hay que verlo. Pedazos de cuerpos mutilados, deformados, desconocidos; sangre y carne amasada, inmensos campos donde las fieras salvajes encuentran su delicia. Y surge la pregunta de si esos seres no tuvieron también la ilusión, si no fueron también ellos atrapados por las luces de la vida, si no recorrieron un día los caminos del mundo. Ahora hay que mirar al suelo y verlos allí destruidos, aniquilados, despojos que ya ni cadáveres son. Ése es el cementerio de esta civilización.
Éstos han de ser los frecuentes paseos de los Seminaristas, éstas han de ser sus meditaciones. El mundo brinda una ilusión con sus falsas palabras, pero sus realidades sólo son muerte y ruina. Piensen en esto los Hijos para ir luego, en silencio, a dar gracias a Dios por aquellos difuntos que han tenido la dicha de tener quién los acompañara en la hora de la muerte y una sepultura en un lugar de paz.
Vayan los Hijos con el pensamiento a los cementerios conocidos donde descansan aquellos que representaron la generación anterior a la actual, donde descansan los que fueron parientes, amigos, compañeros espirituales. Es dulce y plácido el lugar de la muerte para aquellos que lo saben bien considerar. Tiene el cementerio un encanto que no es de este mundo, sobre todo para las almas que han renunciado al mundo, porque muestra que allí sólo están los despojos, ya que esos seres al final han trascendido, se han liberado, están vestidos con un traje de gloria, de eternidad, que nada tiene que ver con sus despojos.
No dejen los Superiores de enseñar estos saludables ejercicios de meditación a los Seminaristas. El pensamiento del alma consagrada no ha de buscar la ilusoria alegría del mundo, sino la realidad que es el dolor, el sufrimiento y la muerte.
Mediten también los Hijos sobre el gran momento en que fueron llamados a la Renuncia, en que murieron para el mundo para que la Madre les revelara la Verdad, en que tocaron la Puerta Santa, en la hora en que pronunciaron sus Votos. Tengan siempre presente la imagen de sus capas y de sus velos, símbolos de la muerte mística.
Si hay una dicha sublime en el mundo es la de haber renunciado y esta dicha es fruto de la comprensión de que todo en el mundo es transitorio.
Pidan siempre los Hijos a la Divina Madre que los mantenga en este admirable don. Díganle muchas veces a Ella que le agradecen infinitamente el haberlos llamado a esta sublime vocación porque aún en los años de juventud no se han dejado ilusionar por la vida del mundo, sino han tomado la senda de los más ancianos, la senda de la comprensión de la vida, porque aún siendo hombres con muchas posibilidades mundanas han ofrendado esas posibilidades para morir en vida y ser todos de Ella. Que la Divina Madre los mantenga en todos los momentos en esa santa comprensión de muerte, de inexistencia, de estado de abandono interior. Pónganse muchas veces los Hijos místicamente la capa y el velo, como en el día que les fue impuesto para que esta santa y dulce muerte mística no sea olvidada nunca ni por una mirada, ni por un pensamiento, ni por un acto humano. Díganle muchas veces a la Divina Madre que al haberlos aceptado a Sus pies, al haber aceptado la ofrenda de sus vidas, les ha dado la felicidad, el verdadero bien de la vida divina, de la resurrección.
Madre dulce, Madre santa y amable, ¿qué han hecho los Hijos para merecer tanto bien? ¿Qué fue que les quitaste la venda de los ojos para que vieran a la Dama Negra con su nombre de muerte y ruina? ¿Qué tenían estos Hijos que no tuvieran los demás hombres? ¿Qué tenían para que no fueran cegados por el mundo sino que tuvieron un solo deseo, una sola aspiración: morir al mundo?
Sólo tenían el bien de saber considerar la ilusión de la vida y el fin de todas las cosas.

Enseñanza 3: Presencia en la Hora Eterna

Renunciar es vencer el tiempo dimensional para vivir un tiempo expansivo, inmenso, eterno. Pero estas palabras suenan muy vacías, muy teatrales, si no se procura vivirlas, captarlas interiormente, hacer del sentido del tiempo una realidad de eternidad.
Se ha visto a grandes Maestros predicar esta doctrina admirable de no ser encerrado, estrecho de juicio, de vivir en la eternidad, libre, en el espacio. Estas doctrinas que merecen gran admiración y respeto y que se leen en las admirables páginas de Krishnamurti son solamente palabras si el hombre sigue viviendo atado al tiempo y a la necesidad. Porque la experiencia muestra que aquellos que hablan de vivir la hora eterna, de no tener un horario, de no estar atados a reglamentos, a imposiciones, porque todo eso encierra, están desgraciadamente tan atados a todo como los demás hombres. ¡Pobre del hombre que siempre quiere escapar y cae en las trampas!
Una sabia señora enseñaba que una vez había un matrimonio que se llevaba mal; la mujer tenía que vivir trabajando, cocinando, fregando, cosiendo todo el día y además era maltratada por el marido. Una persona amiga le aconsejaba: “¿Pero por qué no deja a ese hombre?” Y ella respondía con sabia razón: “Por dos causas muy sencillas, una de Dios y otra de la tierra. La de Dios es que este hombre, malo o bueno, es el padre de mis hijos, el que Él me ha dado y eso no se puede cambiar jamás. La segunda es que he visto que todos los que quieren escapar fuera de una rutina, de una obligación, hacen como el pobre pescado que al ser puesto en la sartén salta para escapar del aceite y cae al fuego”.
Esas almas que hablan de tanta libertad y expansión, de vivir la vida espiritual sin trabas podrán libertarse de algunas cosas, pero caen dentro de otros lazos mayores, la tiranía del tiempo. No se puede vencer haciendo lo que a uno se le da la gana, sino transmutando ese tiempo, conquistando ese tiempo, viviendo ese tiempo.
Si se pregunta a alguien: “¿Por qué no se levanta usted más temprano?”, responde: “Me gusta estar un poco más en la cama, soy una persona libre, ¿para qué me voy a imponer una norma?” Pero llega el día en que tiene una obligación, no puede levantarse, y dice: “Soy esclavo de la cama”. Está atado a ese hábito, a esa costumbre.
Esas liberalidades traen otros hábitos, encierran al ser dentro de otra limitación de tiempo y siguen más esclavos porque tienen así dos patrones: la duración del tiempo y la duración de sus malos hábitos.
La Divina Madre al regular la vida del Ordenado para darle una verdadera libertad le ha impuesto aparentemente unas normas más severas de vida, como si lo hubiera atado más al tiempo al distribuir sus días y su vida tan estrictamente. Da la impresión de que se está atado a una norma diaria de la que no se podría escapar. Pero en realidad de esa forma el alma puede liberarse del dimensional y entrar en el tiempo expansivo, lo que sólo se logra viviendo muy estrictamente dentro del tiempo, haciendo hábitos muy precisos, viviéndolos con una gran intensidad.
El hombre es esclavo del tiempo porque pone todos sus sentidos en el tiempo; cuando quiere come, sale, camina; cuando quiere toca música, va al teatro, se queda sin hacer nada. Todo eso no es más que encerrarse dentro de la personalidad, dentro del alma instintiva del ser. Para vencer al tiempo, para liberarse, hay que hacerlo todo, pero sin que participe el gusto, sin participar en nada, sino únicamente a través de la escueta voluntad.
El hacer todas las cosas a un determinado tiempo sin el gusto sensible lleva al alma a un goce muy superior. Por eso dice: “Paseo porque tengo que salir a pasear”. No es el caballo que lleva al amo, sino el patrón quien manda y dice: “Ahora nos detenemos, ahora caminamos”.
El aprovechamiento del tiempo no consiste sólo en eso. Comúnmente se cree que la persona libre puede aprovechar mucho más sus horas y su día, pero suele suceder por ejemplo, que teniendo que escribir una carta le vengan todas las ideas en la hora de la meditación y cuando luego debe escribirla no halle un solo pensamiento que expresar. Es que se ha gastado el tiempo interior, espiritual; se lo ha quemado en aras de la imaginación.
Lo mismo pasa cuando se piensa en los trabajos en la hora en que no corresponde; cuando se va a hacerlos la tarea no rinde, sale mal, se pierde el tiempo.
Es que se vive en el tiempo dimensional y el dominio del tiempo únicamente se logra viviendo dentro del tiempo de la eternidad, en el tiempo expansivo. Hay que decir: “No es el tiempo el que me domina; yo lo tengo en la mano”.
El valor del horario de Comunidad es extraordinario.
Se tratará primero el valor místico del tiempo de Comunidad.
Si se observa y estudia el horario del Seminario se verá que este horario de veinticuatro horas (se calcula el día y la noche), se divide en cuatro períodos perfectos en donde los Hijos tendrán que dar, en conjunto, todas las fuerzas de sus posibilidades físicas, astrales, mentales y espirituales.
Quiere decir que los Hijos tienen: seis horas de trabajo mental, seis horas de trabajo manual, seis horas de relajación activa y seis horas de relajación pasiva.
Desde luego que el Reglamento hace este horario completamente elástico, amoldándolo a las posibilidades de cada uno. Hace que sea como una música que tiene varias notas, en donde el alma puede aplicar sus fuerzas, sean físicas, astrales, mentales o espirituales, según sus posibilidades.
Este vencimiento del tiempo dimensional, a través de la perfecta distribución de horas según la naturaleza humana, se confirma con las dos potencias cósmicas de Boas y Jakim. Es la rutina transformada en hora eterna: la paciencia transformada en el pilar humano que sostiene la fuerza divina de la Eternidad.
Si se quiere vivir la hora eterna, expansiva, hay que vencer ese tiempo que va acosando a los hombres desde la vida hasta la muerte; hay que poseer este tiempo que se llama rutina y paciencia.
¡Cuántos años está el ser acosado por el tiempo, cuánto necesita para hacerse hombre! La madre lo tiene que criar y empezar a enseñarle. Tiene que ir al colegio, después a las universidades y cuando termina su preparación a los veinticinco años, una tercera parte de su tiempo se le ha ido. De los veinticinco años en adelante el hombre empieza a buscarse una posición, a luchar, mas todos los hermosos ideales, todos, se pierden. ¿Por qué? Por la tiranía del tiempo. Cuando puede decir: “Tengo una posición hecha”, tiene 45 años y todo empieza a desmoronarse: la energía no es la de antes, ni la fuerza, ni la mente. Ya no puede realizar esos ideales maravillosos del joven; el tiempo lo acosa. El hombre tiene que apurarse a levantar su cosecha. Se le va la vida: vienen los achaques, llega la edad de la vejez. En una palabra; ha servido al tiempo como un verdadero esclavo. Se le va la vida y no tiene nada. Tuvo que mantenerse, crearse una posición, formar una familia, acosado por el tiempo.
Si no hay verdadera liberación el tiempo seguirá atando a los hombres. Es una rueda, la rueda del tiempo, que da vueltas inexorablemente y marcha con una velocidad que la débil naturaleza humana no puede seguir; siempre se está rezagado.
Las riberas están llenas de náufragos, de fracasados, de vencidos.
Pero la Renuncia libera idealmente, teóricamente, del tiempo, y la práctica de la vida de renuncia libera en realidad, substancialmente.
El Hijo no corre en línea recta; vive en el tiempo expansivo, como si su vida fuera un gran círculo que se va ampliando hasta abarcar al Universo todo: la mente se expande, se hace grande, abarca a todo el Universo.
Es como en el mundo astral, cuando en la hora del ensueño se empiezan a ver imágenes. Si se está tranquilo la imagen se va expandiendo, haciéndose clara. Si se ve una cara, ésta se va haciendo cada vez más grande, de tal suerte, que se oye decir que en el mundo astral se hacen grandes las cosas; eso es ilusión. Uno mismo las expande. Pero si entra otra imagen y el ser se asusta, se desvanece la figura.
En el mundo astral no hay tiempo sino intensidad; ésa es la expansión. Pero el hombre no conoce ese bien, aún cuando lo tiene, lo posee en el alma. Podría intensificar sus pensamientos, su energía, pero no lo puede porque corre detrás del tiempo. El tiempo es el tren que se va y el alma corre atrás para ver si lo puede alcanzar. Hasta que el alma no sea ella misma el tren no habrá conquistado el tiempo.
El tiempo es una ilusión, uno es el tiempo. Si se intensifica la propia fuerza se vive eternamente; si se limita esa fuerza no se vive, se corre, se salta, se va, se viene, se es el monito feliz como todos los hombres.
Por eso llama la atención oír a Ordenados que hablan del tiempo, de la limitación del horario; que no se hayan dado cuenta del gran beneficio que les ha hecho la Divina Madre.
El primer tesoro es saber controlar el tiempo, vivir dentro de un horario que permita la expansión, que permita el aprovechamiento total de las energías, de las propias fuerzas.
El horario es para los Ordenados como todas las cosas, puede ser una esclavitud y puede ser una libertad. Para aquél que no siente amor al horario éste es una esclavitud. Para el que lo vive se transforma en un bien considerable, tiene tiempo para todo.
No se concibe que los Ordenados digan que no tienen tiempo. No viven bien su tiempo. Quiere decir que cuando tienen que hacer una cosa hacen otra, hacen lo que no debieran hacer. Si se hiciera perfectamente lo que el horario manda el tiempo sobraría: escribirían una Summa Theologica, levantarían un monumento, podrían todos soñar los sueños de la Eternidad, tener la fuerza que no tiene ningún hombre sobre la tierra.
Pero la Renuncia no es tener la Renuncia; es amarla sobre todas las cosas y conquistarla paso a paso.
La teoría de los hindúes de “Tú eres aquello”, de que si uno cree que es Dios se transforma en Dios, es una tontería. El hombre no puede decir eso. Sólo puede llegar conquistando paso a paso, como ya lo dijo el Buda: “Si quieres el Nirvana, tendrás el Nirvana, pero has de conquistarlo por ocho etapas”. Hay que lograrlo poco a poco y ése es el bien extraordinario que se encuentra en el horario. El horario es una dichosa esclavitud; una cadena que da la verdadera libertad.
El horario marca seis horas de trabajo mental, pero siempre con elasticidad, con ese bien de adaptación a todas las personas.
La Ordenación es un camino abierto a todas las almas: las que aman el trabajo, las que aman el estudio, las de más o menos vuelo. Ese horario que parece esclavitud muestra su amor a todos los temperamentos.
Un Ordenado que no era de Comunidad decía: “Me parece que ustedes tienen pocas horas de estudio en la Comunidad”. Es porque nunca había vivido en una Comunidad. Las Comunidades están hechas sobre todo para el trabajo mental, para la educación de los Hijos y para la educación de las almas.
El trabajo mental se divide perfectamente en: un trabajo racional, un trabajo de entendimiento y un trabajo de iluminación. Es decir que se tiene tiempo para estudiar (trabajo racional), para hacer de ese razonamiento una comprensión (tiempo para estudiar intensamente) y tiempo sobre todo para pensar abstractamente (tiempo de oración).
El día del Ordenado empieza con un trabajo intelectual: lo primero que hace es un trabajo de la mente. Esto para elevarla a las regiones superiores. Se empieza el día con una hora dedicada a la oración; desde allí la mente tiene que adaptarse a un ritmo acelerado, media hora de ejercicio y media hora de meditación.
El más extraordinario de los trabajos mentales es el de la meditación, porque, ¿de dónde le viene todo al hombre (sabiduría, conocimiento), si no a través de la oración? Cuando le preguntaron a San Buenaventura cuál era el libro en donde aprendía sus hermosos sermones, los condujo a su celda, al rincón en donde acostumbraba a orar y respondió: “Ese es mi libro, mi maestro, mi enseñante”.
La meditación, la hora dedicada a Dios, es la fuente de toda luz y sabiduría. Pero el horario aún da mucho tiempo para estudiar: dos horas de Silencio Riguroso, una hora de Enseñanza, una hora de los deberes del Ordenado (Interpretación y Estudio) y aún media hora a la noche. Los que aman el estudio y desean profundizar su saber tienen horas de paz, en que nadie vendrá a interrumpirlos o distraerlos.
El trabajo mental, entonces, si bien separado, está dispuesto elásticamente y proporciona la posibilidad de estudiar todo lo que se quiera. Si los Hijos del mundo creen que el Ordenado no tiene trabajo intelectual es que no conocen la vida de Comunidad.
Estas seis horas de trabajo intelectual están compensadas, para reponer energías, con seis horas de trabajo manual.
Estas horas de trabajo manual son la gloria de muchos Hijos.
El trabajo manual, fundamentalmente, es aquél que limpia la mente y el corazón de todos los males. Pero es también hora de delicia; tiene que ser hecho en silencio y lleva a una actividad que a veces se hace completamente inconsciente. Por eso se enseña, cuando los Hijos estén reunidos, que canten himnos, hagan oraciones o lean enseñanzas.
El organismo se va desintoxicando no sólo de los males físicos sino de los astrales y mentales y se tiene así tiempo para tener el pensamiento unido con Dios.
Sin embargo, a veces se observa que muchos Hijos que tienen que estar solos no acostumbran a orar, a recitar salmos y oraciones. Lo hacen interiormente, pero todo saldría muy bien si mantuvieran esa costumbre.
Además, el trabajo manual, como se realiza en Cafh, hace que los seres sean aptos para la vida, no materialmente, sino para hacer rendir a la vida. La educación del mundo hace que los hombres sean aptos sólo para una cosa, pero para poseer el tiempo el ser tiene que ser apto y tener sentido común para todo: detenerse a pensar, razonar y a saber hacer las cosas.
El Seminario enseña a los seres a ser personas capaces, y no sólo a hacer una cosa, sino a aprovechar una cosa. Una mujer no es mujer si no sabe cocinar, lavar, limpiar como es debido. Podrá tener un gran oficio, pero no es mujer completa. Un hombre puede ser un gran personaje pero si no sabe hacer de todo, si no tiene experiencia, no es nada.
El trabajo manual ha realizado el milagro de que, por ejemplo, si hay un Hijo con una profesión, todos los Hijos tengan un sentido de la misma y sean un poco profesionales: reflejo de que al adquirir un Hijo una cosa la adquieren todos los Hijos. Se contagia la capacidad si se ejercita con una verdadera perfección. Los Hijos se equiparan entre sí; tienen los mismos defectos y las mismas virtudes; hay equilibrio.
Además, por ejemplo, no se puede imaginar a un electrotécnico que sea sólo electrotécnico; tendría una sola cosa. Tiene que ser un poco herrero, un poco carpintero; saber toda clase de manualidades, todo lo que pueda ser de utilidad para una Comunidad. Eso hay que cuidar en el Seminario; la vista del Director ha de ser muy penetrante para que enseñe a los Hijos sobre todo lo que no saben hacer. Una Hija no puede salir del Seminario sin ser perfectamente competente en la cocina. Los hombres tienen que saber hacer trabajos pesados. Si no tienen salud suficiente para eso no son aptos para esta vida. No hay que matar a los Hijos con el trabajo sino experimentar sus músculos, porque los músculos sanos indican un cerebro sano, una mente orientada.
Las mujeres también deben hacer sus trabajitos pesados; sobre todo se experimenta a la mujer en la cocina y en el lavadero. Entonces cuando salen del Seminario son hombres y mujeres. Lo que se sabe se sabe, y eso queda para siempre.
Las otras doce horas del horario de Comunidad son de extraordinaria importancia para la conquista del tiempo: seis horas de relajación activa y seis horas de relajación pasiva.
Los hombres no son aptos, la mayoría de las veces, para la vida porque viven una vida agitada, una vida antinatural; y la naturaleza humana tiene ciertas necesidades que pide imperiosamente.
Es difícil imaginar el poder de adaptación y resistencia que tiene la naturaleza humana, pero si se le pide demasiado se quiebra antes de tiempo. Por eso hoy la Humanidad esta enferma prematuramente; pero no enferma físicamente, con un mal definido, determinado, sino con una enfermedad nerviosa que se refleja continuamente en el cansancio y malestares estomacales e intestinales. A la gente no le queda tiempo para la naturaleza, pero tiene que pagar el tributo por eso: sufre la parte operativa, mental.
El hombre no tiene horas para comer, no tiene tiempo para un poco de esparcimiento. Además, los esparcimientos de los hombres no son tales; qué importa si se tiene un domingo o un fin de semana para ir a descansar al campo o al río, si durante toda la semana se ha exigido a la naturaleza mucho más de lo que puede dar.
Las seis horas de relajamiento activo son para que actúe todo lo subconsciente del ser.
Un Hijo del mundo dijo cierta vez: “Cuánto tiempo tienen los Ordenados para comer, distraerse. Pierden mucho tiempo en eso”. El buen Hijo no sabía lo sabio que es el horario al disponerlo así. La naturaleza no es una máquina que anda sin parar.
La alimentación tiene gran importancia y hay que darle su tiempo. El tiempo señalado permite que el estómago segregue los jugos gástricos sin los cuales el bolo alimenticio no puede transformarse en vida para el ser.
Por eso el Reglamento da seis horas para el esparcimiento: recreo, comida, aseo. Pero hay una tendencia en los Hijos e Hijas de Comunidad a no aprovechar bien esas horas. Siempre la naturaleza tiene que hacer lo que no debe. Es una tendencia muy natural del ser no hacer las cosas a su hora, ¡y es tan cómodo dejar de hacerlo! Los Superiores no están libres de la obligación sagrada que tienen con la Divina Madre de cumplir perfectamente el horario. Por allí puede entrar una falla que haga a todos esclavos del tiempo. Hagan a cada hora lo que tienen que hacer.
Por ejemplo, si se está en el recreo, tranquilo, pasa esa hora sin darse cuenta. Pero si se está intranquilo, si se tiene algún sufrimiento, el Hijo necesita ausentarse unos minutos del recreo. Eso quiere decir que algo le pasa, que tiene algún disgusto, algún malestar. Si estuviera en un completo abandono no necesitaría de ningún modo apartarse de sus compañeros.
Además, es terrible la costumbre de tener que hacer siempre otra cosa en la hora del recreo. Si se quita la hora del recreo para hacer un trabajo que no se ha hecho oportunamente, esa es una hora perdida. Ya se encontrará el momento de hacerlo; claro que si en la hora de trabajo manual se hace estudio, nunca se tendrá tiempo para nada.
Los Superiores y Vices hagan que los Hijos amen el relajamiento en el tiempo de descanso. Aún si se cose o teje en la hora de recreo ese tiempo de trabajo es distinto del de trabajo manual; es decir, el Hijo no se da cuenta que lo hace.
Cuando en horas de recreo dos Hijos tienen que lavar y secar los platos, el que lava ha de ser rápido y no tener muchos ayudantes. Uno lava los platos; si cuando termina está el que seca, corre y vuelve al recreo. Cuando son dos Hijos en una Comunidad resulta todo más difícil porque hay más compañerismo y en todo se ayudan, pero la observancia se va al suelo.
El Hijo debe hacer el recreo. Si quiere ayudar demasiado no hay relajación, hay mucha actividad y ya no hay recreo.
Las seis horas de sueño son de relajamiento pasivo.
Los Hijos tienen que dormir seis horas. El organismo de los jóvenes necesita dormir; mejor que estudien menos y duerman más. Luego, cuando pase el tiempo, han de dormir las seis horas. Si se nota que no se duerme bien por la noche se eliminan las horas de sueño de la tarde.
La estructura nerviosa del ser humano actualmente se puede comparar a un tablero en el que se van prendiendo y apagando lucecitas continuamente. El sistema nervioso es como el tic-tac de un reloj. Pero en los seres no se sostiene ese ritmo; es como si fueran relámpagos, una descarga y silencio; o como cuando un auto se pone en marcha con toda su potencia y enseguida se para.
El horario de Comunidad hace que eso desaparezca.
El organismo en las horas del sueño se repone nerviosamente, pero como los seres comunes no llegan a la dimensión profundísima del sueño necesitan dormir mucho; si llegaran allí con media hora tendrían suficiente.
Cuando el Hijo empieza a adaptarse al horario de Comunidad le sobran seis horas de sueño. La vida de Comunidad está amoldada de tal forma que transforma al organismo en un perfecto reloj.

Enseñanza 4: La Muerte Mística de De Rancé

De Rancé, el reformador del Cister, el fundador de la Trapa, es una de las figuras más hermosas de la contemplación de la muerte y del dolor.
¿Cuándo es que la muerte lo llama a la vida verdadera, que lo saca de la ilusión del mundo para llevarlo a la cumbre de la más pura santidad? A veces la Divina Providencia dispone males que se vuelven bienes.
En un siglo como el XVII, en donde la devoción y la vida retirada estaban tan relajadas, no llamaría la atención este joven que había abrazado el sacerdocio más por posición e interés que por devoción, que descuidaba tanto sus deberes de eclesiástico para darse al buen vivir. Pero hay fibras en el corazón humano que cuando se tocan responden a un llamado, a lo mejor divino, a través de la carne y de la miseria.
Se cuenta que De Rancé, que había ido de placer en placer durante su joven vida, se prendó demasiado de una marquesa y era el escándalo de la corte y de todo París. Pero Dios tocó a este hombre que estaba más lleno de placer que de amor y le dio el amor por el camino del placer. Siempre el mal, aún el mal amor, es una cosa santa al final, porque hace al ser desprendido, sacrificado; lo hace sufrir, y el sufrimiento siempre es bueno.
La marquesa, rica, joven y la más hermosa de la corte de Francia, fue presa de unas fiebres violentas y arrebatada rápidamente por la muerte. Escribe un amigo de De Rancé que todos creían que se volvería loco; su desesperación no tenía límites; su dolor era de los dolores más grandes y sentidos. Podría haberse perdido él también y darse a la desesperación, pero seguramente el alma de aquella mujer que lo había querido apasionadamente, su karma y su falta, desde el otro mundo, quiso salvarlo.
De Rancé se había retirado a su castillo y caminaba solitario un atardecer por los campos, no queriendo ver ni escribir a nadie. Vio entonces a lo lejos una granja que ardía. Pensó que como era tiempo de cosecha los campos se habían incendiado y corrió hacia allá para ver lo que pasaba. Pero a medida que se acercaba el fuego huía y siguiéndolo se encontró en el bosque solitario. En el fondo del bosque se levantó una mujer que ardía en el fuego. Se la veía hasta la cintura; el cabello le cubría el rostro pero su aspecto era como el del rostro de su amiga. Ella le quiso demostrar todo el padecimiento, todo el sufrimiento que tenía que experimentar su alma por ese fuego de pasión que había tenido en este mundo.
Desde ese día De Rancé cambió su vida. Fue otro hombre. Abandonó las prebendas, la corte y el palacio y se retiró del mundo, hasta que llegó por fin a su convento de la Trapa, en donde hizo escribir sobre la puerta de su celda: “El recuerdo de la muerte es mi vida, mi salvación”.
Pero no sólo eso. Ese padecimiento que vislumbró en el más allá, al hacerlo pensar que esa mujer padecía por culpa de él, hizo que este hombre admirable instituyera como un fin primordial entre sus monjes el sacrificio continuado para la salvación de las almas que padecen en el más allá, para las almas desencarnadas que no tienen luz.
La misión de renunciamiento hace que el Hijo sea cada vez más sensible, más sutil. Su vida de oración, de recogimiento, lo aleja de la pantalla del mundo y hace que a través de la oración pueda muchas veces cruzar el puente y llegar a la vida del más allá. Dentro del género humano que él ha de redimir están también los seres desencarnados.
No se crea que estos seres están lejos porque no se puede verlos o tocarlos; además, muchos están particularmente cerca de los Hijos, ya sea por alguna misión, para ayudarlos, o simplemente para pedirles ayuda para poder librarse de los lazos de la carne.
¿Quién más que las almas que han renunciado al mundo, que se han ofrendado como holocausto a la Divinidad, puede ayudar a las almas que padecen, que no tienen luz para ver el mundo glorioso en donde tienen que penetrar, que padecen martirios que la mente humana no puede imaginar?
Si los padecimientos de esa pobre marquesa son morales, internos, han de ser más espantosos, han de quemar toda la fibra de su ser, darle un dolor que llega a lo más sensible del alma. Es un ser que se ahoga continuamente, y que al ver a su amigo siente que a través de la vida él puede salvarla. Por eso vuelve a tenderle la mano.
Esa es una de las misiones principalísimas de los Hijos de Cafh: dedicar una parte de su oración, de sus sacrificios, para ayudar a las almas desencarnadas que están a su alrededor, que sufren y padecen en el más allá. Porque hasta que el alma no se desata de los lazos de la carne no puede penetrar, está amarrada entre el cielo y la tierra, entre la Puerta de la Eternidad y la Puerta de la Vida Terrenal.
El Hijo no puede olvidar a los difuntos, a ese tan gran número de seres que están allí repitiendo el proceso de su padecimiento. Dolor que nace de la idea que se han formado durante su vida según sus creencias. Un católico, por ejemplo, se siente apresado por las llamas del purgatorio; una persona que no tiene fe religiosa estará atada a los objetos, a los seres que amaba sobre la tierra; continuamente querrá ir allí a tocarlos y padecerá horrores.
La misión del Hijo es darles luz, ofrendar su vida, sus Votos; hacer sacrificios, oraciones.
El Bienaventurado Buda, cuando hablaba de redimir a la Humanidad no excluía ni a los animales ni al más pequeño insecto. Así el Hijo debe abarcar a los vivos y a los muertos: a los que están sobre la tierra, a los que se han ido y a los que han de venir.
Misión completa, absoluta. Pero, para eso, es necesario que en las meditaciones se detengan muchas veces sobre este objeto. La consideración de la muerte y de la vanidad del mundo es aquel sentir que hace comprender el valor, no sólo de la muerte, sino de lo que existe después de la muerte. Es uno de los puntales de la Renuncia, es un modo para poder desembarazarse de la materialidad.
A las almas desencarnadas se les da la oración, que es lo que esos seres necesitan; ellos dan ese sentido del mundo astral, de la liberación. No se da nada por nada. Además, esas almas desencarnadas que padecen en el más allá, al ponerse en contacto con el Hijo a través de las oraciones y ofrendas, se transforman en sus protectores y no los olvidan jamás.
Los seres que están en el más allá tienen grandes padecimientos, aún por pequeñas cosas. Cuenta una santa alma que estando en oración se le acercó su más fiel amiga, que había muerto hacía poco tiempo. Tenía un aspecto muy triste y afligido; se la veía como viniendo por un callejón oscuro, mostrando sus piernas llagadas como si no pudiera caminar. Le pedía auxilio, que le curara esas piernas. Pasó entonces ella una noche completa en adoración, oró mucho por su amiga, hizo muchos sacrificios hasta que al fin, dice, pudo liberarla. Era una ilusión la que estaba padeciendo, pues esa alma se le volvió a aparecer y le dijo: “¿Te acuerdas que, como tú, yo estaba por entrar en religión, pero mi madre me convenció para que formara un hogar? Mas como yo en mi corazón me había ofrecido a Dios, Él me llevó de este mundo, y por esa falta que había cometido me veía sin piernas, no podía caminar. No tenía vocación para caminar. Tu vocación me ha salvado, pero ayuda ahora a mi madre”. En efecto, la madre había muerto a los pocos días; una noche se le apareció con un tobillo fracturado; luego le dijo que lo tenía así porque no había sostenido la vocación de su hija.
Si esto trae tantos dolores y martirios en el más allá, ¡cómo serán los de los que cometen crímenes, los de los que pasan toda la vida haciendo el mal! Dediquen por eso los Hijos sus meditaciones y oraciones a las almas de los difuntos. Eso hará que puedan cruzar con más facilidad el puente entre la tierra y el cielo. Que su pensamiento considere a esas almas y las recuerde en sus meditaciones.
Durante el año siempre hay un Hijo que tiene la misión de orar por los difuntos. Ese ha de ser el pan de todos los Hijos. Ojalá que pudiera haber un día suficiente número de Hijos Ordenados para que esa misión, que ahora tiene que limitarse a una hora de adoración por las almas de los seres que han dejado este mundo, pueda ser una ofrenda perenne, de día y de noche, por las almas de los difuntos. Hasta los seres más buenos tienen que padecer un poco mientras se van desmaterializando. Entonces esa oración sería una continua fuerza, una llama de luz incesante, que los lleve por el camino. Así como aquella santa mujer alumbrara a los viajeros de la montaña cuando venían de Chile y se perdían por el zonda en los desfiladeros, así serán los Hijos que con su continua oración prenderán un farolito para alumbrar a las almas y llevarlas a la consideración de que han abandonado el mundo, que ya son seres libres, que pueden adorar a Dios con plenitud.
Después de la consideración de la muerte viene la consideración del gran abismo donde padecen los seres desencarnados, las pobres almas que abandonaron el mundo.
Los Hijos de Cafh tienen que estar en todo, lo abarcan todo. Su renuncia no es para su perfección únicamente, sino para la perfección de todos los seres. No se tiene idea de cuántas son las almas que padecen en el mundo astral. ¿No se puede entonces elegir un alma que se desconozca y ofrendarle oraciones y sacrificios durante el día, como si se fuera su padrino, hasta que esa alma vaya a la paz? Todos tienen un pobre ser que espera la ayuda del Hijo y a lo mejor espera desde hace muchos años.
Muchas veces se cree de alguno de los que se han ido que son grandes seres y no necesitan ayuda, y a lo mejor llevan una carga muy pesada de faltas en el otro mundo. Allá esperan ayuda; se cree que están en la paz y ellos son los que más necesitan.
Hay que pedir por todos los que han muerto violentamente, los homicidas, los suicidas, los traidores, los renegados, los pecadores de la carne. Por todos los que se han marchado al más allá y padecen. Estos seres están en tinieblas y únicamente les alumbran los velos y las capas blancas de los seres que en vida han dejado el mundo.
¿Qué sería de ellos si el Hijo no les alargara la mano? No hay que olvidar nunca esta gran misión del Hijo de Cafh: Orar, orar y orar por aquellos que padecen en el más allá.


Enseñanza 5: Efectividad Posesiva de la Renuncia

La Renuncia es la verdad única que le es dada conocer a los hombres porque es la parte completamente opuesta al apego que es falsedad, ignorancia, sobre el cual asientan los hombres su conocimiento.
El deseo de vivir permanentemente, el creer que el mundo es un bien durable es causa de todas las miserias, de todo el dolor y de todo el mal del mundo. El Universo no es más que un gran devenir, un cambio continuo, un empezar y terminar, un nacer y morir. El hombre asienta todo su conocimiento sobre la ilusión, como si el mundo no fuera un devenir sino una permanencia, como si los bienes no fueran cambiantes sino estables, como si la vida le perteneciera.
Este sentido ilusorio e ignorante de permanencia y estabilidad sobre la tierra es causa del apego de los hombres a las cosas materiales, de que establezca una diferencia entre él y los otros. Esta diferencia le crea la ilusión de que es dueño de algo. El querer ser dueño de algo trae consigo un mal tan grande, tan gran ignorancia, que hace que el hombre padezca, sufra, no encuentre consuelo, y que quiera apegarse cada vez más, aferrarse desesperadamente a aquellas cosas que le han sido dadas por un instante, a las cuales no tiene que apegarse porque no son suyas, aunque él crea que son completamente suyas.
La Renuncia es la verdad porque hace que las almas se desapeguen de los objetos internos y externos que son ilusorios. Pero este admirable acto de desprendimiento de todas las cosas, este don divino de desapegarse en vida de todo lo que hay que abandonar antes o después, esa flor de la Renuncia que es el desapego, ha de establecer en el alma algo inmutable, que no cambia, que queda, que permanece: la seguridad absoluta de la posesión de la Verdad, de la posesión del único bien, del bien de la Renuncia.
No se puede imaginar entonces a un Hijo Ordenado con apegos a las cosas del mundo, que todavía tenga la ilusión de tener alguna cosa, de poseer algo sobre la tierra. Los hombres tienen muchos apegos, padecen mucho por ellos, pero tienen una excusa: la de que ellos asientan su conocimiento sobre la falsedad, la ignorancia. Ellos no miran al sol, sino la sombra que refleja el sol sobre la pared. Sus apegos son causa de sus dolores, su miseria es causa de sus ataduras. Mas esta miseria tiene una justificación, y hasta se puede admirarlos por su valor y entereza. Pero apegos en las almas consagradas, en aquéllas que conocen la Verdad, eso adquiere casi el aspecto de una gran infidelidad. Pero, sin embargo, si aún así se pudiese tolerar y perdonar ciertos apegos del corazón que a veces los mismos Hijos consagrados aún no saben distinguir, no se pueden tolerar los apegos del conocimiento, de la mente.
Cierta vez un Hijo preguntó a su Director Espiritual si no le hubiera gustado aprender cierto idioma. Él se quedó mirando a ese ser que había hecho Voto de Renuncia y que aún preguntaba si le gustaba una materia, y le respondió: “¿Acaso el día que me ordené admití que había algo que me gustaría? Desde luego que me hubiera gustado, pero un Hijo Ordenado no puede apegarse al conocimiento. Cuando era joven me había gustado viajar, estudiar, conocer, etc., pero estudié lo que era necesario para cumplir mi misión y nada más”.
El concepto de desapego ha de ser algo tan claro y fuerte en los Hijos que ni pueda ocurrírseles apegarse a algo, aún si fuera intelectual, porque siempre la naturaleza cree que sería bueno esto o lo otro, sobre todo en cuestiones de conocimiento. Se puede no tener apegos materiales y tener apegos a las cosas más elevadas, a las espirituales.
El desapego del Hijo ha de ser algo espontáneo, natural, continuado, impidiendo que nada se infiltre en su corazón, que nada lo aparte de ese abandono absoluto en brazos de la Divina Simplicidad, de la divina libertad; porque el conocimiento de la Verdad que le ha otorgado el Voto de Renuncia le ha dado la gracia del desapego, que no tiene compuestos de ignorancia y saber, de querer y no querer, de hacer y no hacer; que lo pone en contacto con Dios que es la perfecta simplicidad, sin compuestos, sin mezcla alguna.
En la Comunidad, la falta de apego a las cosas del mundo no sólo ha hecho que el corazón se desapegara de los afectos, la mente de la voluntad del yo, sino que las Hijas y los Hijos se alejaran del mundo, permanecieran en un Radio de Estabilidad, hicieran ofrenda de amor para la Humanidad, fueran enclaustrados voluntariamente. Ellos no sólo no son del mundo, sino han abandonado al mundo. Este es uno de los dones más grandes y maravillosos que les ha dado la Divina Madre.
A veces parece que no se mereciera este don, que llevara a una comodidad interior, que fuera egoísmo apartarse de los seres, vivir completamente separado de los dolores del mundo, aún cuando la misión del Hijo lo lleve muchas veces a la ayuda y a la salvación del mundo; pero esa imagen de aislamiento no es más que aparente.
Sin embargo, aún viviendo apartados dentro del Radio de Estabilidad, la mente, sobre todo la fantasía y la imaginación, a veces vuelve continuamente al mundo, a las cosas que fueron y de las cuales ya se han despegado. Cabe preguntar entonces: “Hijo, si tu desapego es real, ¿no habrá un poco de apego, desconocido por tí, en eso de volver continuamente con la mente al mundo y que aparezcan imágenes de lo que fue? Mucho cuidado, alma consagrada, que la ignorancia y la ilusión saben tender muchos puentes para llegar al alma, para entrar dentro del Radio de Estabilidad interior, dentro de la clausura del santuario que no hay que tocar”. La ilusión tiene muchos medios, y éstos, que son casi siempre interiores, aparecen allí, en el fondo del alma.
Es necesario que el alma continuamente se bañe en las aguas de esta divina y perfecta simplicidad, se abandone completamente en los brazos de este sentido de renuncia y desapego para que no haya nunca algo que la moleste, que interfiera como esa gotita de colorante que quiere caer sobre el agua purísima del alma consagrada.
No es absolutamente cierto que el alma que ha hecho Voto de Renuncia tenga un absoluto desapego; lo que tiene es la absoluta convicción, el conocimiento de que el desapego es la única verdad, el único bien, que ya posee interior y espiritualmente en su totalidad. Este conocimiento tendrán luego que adquirirlo las partes anímicas del ser poco a poco. Pero... ¡no demorar! Porque la ilusión y la ignorancia podrían volver a captar y obscurecer el entendimiento.
“Tengan mucho cuidado las almas consagradas porque el enemigo de la Humanidad anda rondando continuamente como una fiera alrededor de sus almas para devorarlas; pero aquél que resista será fuerte en la Fe”. Estas palabras tienen un sentido extraordinario. La fe es el don de la verdad, porque la fe no es sino una perfecta Renuncia.
El renunciamiento es la Verdad, da la Verdad, y hace participar y vivir en Dios y salvar a las almas. Pero se vive en el mundo de la ilusión y la ignorancia, y este don de Renuncia se ha de adquirir con el esfuerzo continuado. La vida no nace de la experiencia, nace del esfuerzo continuado, del hábito continuado de la Verdad, de la afirmación con la propia vida, con la propia demostración, con el propio ejemplo de lo que se cree. Se tendrá así el don de la fe.
Muchas personas espirituales dicen que estando en contacto con el mundo se participa de su vida, de sus miserias. Pero los Ordenados no quieren vivir en el mundo sino salvarlo; salvar al género humano y a las almas y no participar de sus miserias. Porque en este mundo la ignorancia y el apego traen la separación: todo es lo tuyo, y lo mío, éste y el otro, dos cosas distintas que al final chocan y se destruyen entre sí.
Pero ¿sobre qué se asienta la separatividad? Sobre las sensaciones; si no hubiera sensación de distingos no habría separatividad. Y las sensaciones ¿con qué se manejan sino con los sentidos?
El hombre dice: “Cogito, ergo sum”. Pienso, luego soy. Pero esta afirmación ¿qué es sino pensar con las sensaciones, con los sentidos, con lo que ve, oye, huele, toca, gusta? La falsedad del conocimiento de los hombres consiste en que se establece sobre la separatividad, únicamente se conoce a través de las sensaciones que se manifiestan por los sentidos.
Todo eso es ilusión; el espíritu está completamente oculto, apartado. No se puede participar de la miseria del mundo porque son los sentidos los que gobiernan.
No se diga nunca que es Dios quien hace las guerras, mata gente, hace el mal. No es más que la ignorancia, la ignorancia de que Dios dio al hombre un don celestial, medios para practicar el bien en la vida, y el hombre los tomó y transformó en un ente fundamental; así el hombre enseguida traicionó a Dios.
Cuando el hombre vuelve a Dios quiere hacerlo a través de los sentidos, pero no ve más que la ilusión de Dios, no ve al Dios puro, simple, verdadero.
Si el Hijo se maneja por sus sentidos caerá en la separación, estará completamente alejado de la verdad de su vida de renuncia. Sólo con el hábito y la fortaleza se puede asentar el ser y encontrarse a sí mismo, a la Verdad. No podrán los Hijos de Cafh poseer su Voto de Renuncia si no dominan sus sentidos, si no llevan bien en las manos sus sentidos.
Por eso, desde que las almas ingresan al Seminario, no sólo es necesario que manejen los sentidos con la mente, sino que los dominen con el hábito. Cuántas veces se ha visto que una mirada, una palabra, una sensación, ha sido bastante para tirar abajo el trabajo de todo un mes, a lo mejor de toda una vida. Los Hijos que desprecian las virtudes que les permiten vigilar sus sentidos podrán ser muy fuertes, pero no vayan a tropezar.
Por los sentidos entra todo el movimiento del mundo y también toda la falsedad, la ignorancia y el mal del mundo. Aquél que no tiene dominados los sentidos es un hombre o una mujer de buena voluntad y nada más, pero no tendrá realizaciones; su vida permanecerá estática allí, no será una plenitud de vida espiritual. En una palabra: será una adhesión, un esfuerzo, pero nunca una realización divina.
Sobre todo en los Seminarios se puede ver la importancia del dominio de los sentidos: es imprescindible para la muerte mística, para que se pueda lograr la plenitud del Voto de Renuncia.
Se sabe muy bien lo difícil que es mantener la vista en un lugar; parece insignificante, pero se escapa continuamente. Bien se sabe que si el Hijo no logra este hábito en el Seminario no lo obtendrá después en el trabajo intensivo. Se sabe cuánto cuesta practicar esa virtud y el gran bien que aporta al alma. El mundo que el hombre ha dejado no dejará fácilmente su presa.
Cuántas veces han dicho los Seminaristas a su Director Espiritual: “Por qué será: he visto una puerta; esa puerta me ha traído la imagen de otra puerta, luego de una persona...En una palabra, me ha llevado al mundo”. O bien ha visto a una persona en la calle y el pensamiento ha vuelto al mundo. Pero cuando se le pregunta: “¿Cómo ha pasado el día hoy?”; si no ha mirado a nadie responde: “Hoy he estado tranquilo, contento”.
Las sensaciones que traen los sentidos son infinitas. Los apegos se manifiestan de muchos modos: Se recibe una carta de la casa y luego de leerla se la olvida completamente. Días después se la ve casualmente y viene todo el recuerdo de la familia, sus sinsabores y dificultades. Luego ya se busca la carta; se lee, se mira, se recuerda y vuelven las mismas sensaciones.
El Hijo desapegado lo está de todas las cosas y quema todos sus recuerdos, aún los más insignificantes, porque dan la sensación de lo que se ha hecho, dejado, vivido.
Pero el desapego de los sentidos no hace al Hijo insensible ante todas las cosas.
El hombre de la ciudad tiene que llevar anteojos. Si sale al campo no ve lo que hay a una legua sino a lo sumo distingue una mancha. Pero el hombre de campo ve en esa mancha un animal, un carro, una persona que anda. Aquél que domina sus sentidos no los pierde, sino aprende a ver otras cosas más grandes y sublimes. No verán las fantasías ilusorias del mundo, pero verán las verdaderas necesidades de esos pobres seres que han dejado allí y que creen que con el sentimentalismo se puede arreglar sus situaciones; lo verán si tienen una vista verdadera, la que se adquiere con el dominio de los sentidos.
Ya no saben los Hijos tener esa sensibilidad para participar de los gustos y placeres del mundo, pero tendrán manos que sabrán aliviar los males, traer sobre una cabeza afligida la paz y el sosiego. No tendrán oído para escuchar los ruidos que vienen de lejos, pero oirán la voz de los Maestros, el Mensaje, la palabra que han de llevar a la Humanidad.
Hay que comprender muy bien que los sentidos del hombre le han sido a él proporcionados para que conozca la vida, pero no para que le sirvan de tiranía ni para que desaparezca como un ser espiritual y viva como un ser sensible; ni para que los sentidos externos e internos sean los dueños absolutos del ser. ¿Qué Voto de Renuncia sería el del Hijo si él viviera como los hombres? Hay que tener los sentidos en las manos, luchar para cortar todo lo que puede llegar a través de la sensación exterior. Un Hijo valiente, un alma consagrada, no puede apegarse a niñerías que le vuelven a dar sensibilidades materiales, sino tiene que quemarlo todo, cortar todo lazo, para quedar puro y fijo en la Isla del Señor.
La renunciación quiebra la separatividad: no queda sino Dios frente al eterno devenir del Universo.
Es necesario tomar algunos ejemplos de los grandes seres para ver a qué alto estado de espiritualidad y concepto moral lleva el dominio de los sentidos y el verdadero sentido de renuncia. Para encontrar estos ejemplos hay que buscar en las fuentes inagotables del budismo que posee principios de moralidad, dominio de los sentidos, caridad hacia el prójimo, dominio de la separatividad, como no lo tiene otra religión ni filosofía.
Había un joven que quería seguir la senda de renuncia del Bienaventurado Buda, y si bien todavía no podía hacerlo por tener que mantener a su familia, esperaba arreglar sus cosas para poder un día seguir la senda del Bienaventurado. Pero éste le había dicho: “Aún antes de ingresar a la Comunidad puedes vivir la vida divina si te separas de todas las cosas del mundo y vives puro, casto y mortificado”. Muchas mujeres iban a comprar a la tienda de perfumes que él tenía. En esa ciudad vivía una famosa cortesana que, como pasa siempre, viendo que había en el negocio un joven que no se dejaba llevar de los encantos ilusorios y exteriores, que siempre se mantenía modesto y sin mirar a nadie sino a Dios, concibió hacia él una pasión. Así mandó una de sus siervas con el mensaje: “Mi señora quiere ofrendarte su amor”. Contestó el joven: “Dile a tu señora que no tengo tiempo para esas cosas”. Esta infeliz mujer volvió a insistir porque pensó que el joven no se sentiría con posibilidades para llegar hasta ella. Le mandó decir que no tendría que pagar ninguna cosa, ningún dinero. Dijo el joven: “Dile a tu señora que no tengo tiempo ni me interesan esas cosas”. Al escuchar esto se enfureció la mujer y se propuso vengarse: lo difamó por toda la ciudad; pero él no despegó los labios. Esa mujer tenía, además, un gran odio por cierto hombre, y como tenía un amigo poderoso hizo que lo asesinaran. Pero el juez de la ciudad, que era muy justo, la descubrió y dictó una sentencia terrible contra ella: la llevarían al cementerio para que le cortaran allí los pies, luego las manos, la nariz y las orejas. Ejecutaron la sentencia. Llegó esto a oídos del buen joven, quien entonces dijo: “Antes cuando esta pobre mujer me ofreció las bellezas ilusorias de su cuerpo no tenía que escucharla, pero ahora hemos de ir apresuradamente a ofrecerle nuestro amor”.
Y fue y la buscó. Cuando la infeliz en su desesperación gritó: “¿A qué vienes, acaso a burlarte? ¿Por qué no viniste cuando estaba llena de poder para darte placer y felicidad?” “No vengo a reírme de tu mal, vengo a pedir tu placer. Ahora puedes darme el placer verdadero, el de la comprensión del alma. Tu cuerpo tenía que terminar con su belleza, pero la belleza de tu corazón, de tu alma, no perecerá nunca. Quiero ofrendarme a ti. Permite que te de un beso”. Ella se estremeció en su agonía, y a través de ese beso volvió a encontrar la paz, la comprensión de la vanidad del mundo.
Dice el libro budista que al morir su alma se expandió en la Eternidad por ese beso de salvación.
La Renuncia no anula los sentidos sino los vivifica, hace que se desprendan de la ignorancia del mundo, para que sirvan a la realización de la obra en el mundo a través de la Verdad.
Había en los tiempos del Venerable Buda un rey muy sabio que practicaba la ley del Maestro y que educó a su hijo en esa doctrina. Siempre le decía: “Hijo mío; tú serás rey un día, pero acuérdate de que todo pasa en este mundo, todo es perecedero; ¿qué es un reino en esta tierra para un príncipe que tiene que morir, que puede ser traicionado por sus vecinos, vencidos por la guerra? El reino verdadero es aquel del espíritu, del saber que todo pasa, que todo perece. No consientas nunca en creerte algo. Todos te halagan, te adulan; los placeres se te ofrecen, pero has de saber que todo eso trae amarguras. La verdad es la ley del Buda: el hombre no ha de apegarse a ninguna cosa sobre la tierra, sino apegarse a la eternidad”.
El joven se educó en esas doctrinas. Sabía ser príncipe.
Pero ese padre tan sabio estaba casado en segundas nupcias con una mujer que concibió por el príncipe una malsana pasión, y al mismo tiempo un gran odio porque él no le correspondía. El príncipe pidió por eso ir a tierras lejanas. Cuando él se alejó, esa mala mujer consiguió el sello real y mandó una orden para que se le arrancaran los ojos por traidor. Los consejeros del joven quedaron espantados y sin coraje para comunicársela; pero al fin él la vio; se estremeció al leerla, pero dijo: “Es una ley; hay que cumplirla”. Nadie quería hacerlo, pero al fin encontraron a un pobre leproso dispuesto para ese oficio terrible. Temblaba, sin embargo, el hombre antes de ejecutar la sentencia, mas el príncipe dijo: “Estos ojos son perecederos, algún día tendrán que pudrirse en la tierra. Además, tengo unos ojos inmortales, como me ha enseñado mi mismo padre que me condena; todo es perecedero, nada dura ni permanece”. Cuando le arrancaron el primer ojo lo tomó en la mano y le dijo: “¡Oh, ojo perecedero, ¿Qué eres ahora sino una cosa inútil y repugnante? Cuando le arrancaron el otro dijo: “Ahora no sólo conozco la verdad sino siento la verdad, la verdad de que todo muere: es, es y la creo”.
Luego de peregrinar con su joven esposa que lo conducía de la mano llegó a los países de su padre. Cuando el rey lo vio se espantó y quiso castigar a esa perversa mujer, pero el hijo no lo permitió. Dijo: “Padre, esas no son las enseñanzas que tú me has dado. Esta mujer no es más que un instrumento de la ignorancia y la ilusión de los hombres. Ella me hizo un gran bien. Antes sólo sabía que todo es perecedero, pero ahora sé que lo es, lo veo, lo tengo, lo poseo; soy feliz”.
¡Qué Ordenado era ese joven príncipe! ¡Cómo había logrado la plenitud del desapego y la Renuncia!
La Renuncia es un bien sin apegos, sin egoísmos, sin diferenciaciones y sin partes. Sin compuestos.
La Renuncia es la Verdad, un bien único absoluto, separado de todas las cosas materiales, mortales. Aún de las más grandes y sublimes: es un Don de una Perfecta Simplicidad.

Enseñanza 6: El Vencimiento del Sueño

Hay una hermosa leyenda tibetana que cuenta la historia del vencimiento del sueño.
Hubo una vez un asceta de gran virtud y santidad que llegó a dominar todas sus mentes, todos sus sentidos y todas sus facultades, pero su deseo era permanecer siempre unido con su mente a Dios. Por eso empezó a dormir muy poco, casi nada; pero no pudo vencer completamente el sueño. Siempre había un momento, una hora, en que mientras estaba sentado en su cama de madera, lo vencía el sueño -las camas de los ascetas tibetanos son cajones cuadrados de madera donde ellos están sentados con las piernas cruzadas; cuando quieren dormir apoyan su cabeza hacia atrás; nunca se acuestan para dormir-. Pero luchó y luchó hasta que un día creyó haber vencido. Pasó muchos días sin dormir pero una vez, mientras estaba en la más alta contemplación, perdió la luz divina y quedó por unos instantes profundamente dormido. Entonces, dice la leyenda, lleno de ira contra sí mismo, ira santa y espiritual, tomó un cuchillo y se cortó los párpados para evitar así ser dominado por el sueño. Al hacerlo cayeron algunas gotas de sangre al suelo, y esa sangre bendita hizo brotar una planta que sería luego estimulante y ayudaría a evitar el sueño: la planta del té.
Esta hermosa leyenda tiene una gran sabiduría: el hombre no puede vencer al sueño, tiene que dormir; y ¿qué es el sueño sino el hermano de la muerte, de la Eternidad, del eterno descanso? Por más esfuerzos que se hagan, por elevado que se procure mantener el pensamiento, cuando viene el sueño invencible envuelve al ser poco a poco y le hace perder el sentido, la memoria, el gusto, todo, y lo arrastra a las sombras y al descanso.
Pero si no puede vencer al sueño se ha de educarlo, se ha de meditar sobre él. Hay que educar aquellas horas que tiene que dedicarse al descanso del cuerpo físico.
Los seres comunes necesitan la mitad de su vida para dormir. ¿Adónde van, qué aprenden, qué mundos visitan?
El sueño es como una muerte, una pequeña muerte. San Pablo decía: “Todas las noches muero en Cristo”.
Es bueno abandonarse al sueño como si realmente se fuera a la muerte. Dicen que las almas santas todas las veces que van a dormir piensan que es como si abandonaran el mundo y se entregaran a la muerte. Ese acto es de suprema renuncia porque no sólo se entrega la vida con la mente y el corazón, sino que todas las noches se repite la ofrenda.
Pero no se puede meditar sobre el sueño si no se conocen los pasos del mismo. El sueño correcto ha de cruzar los tres estados como si verdaderamente el alma muriera.
El sueño es: vegetativo, asociativo y místico profundísimo. Muy pocos seres llegan al tercer sueño, al profundísimo; pero es allí adonde el Hijo debe ir a rehacer sus fuerzas. Pero antes de llegar a él se pasa por los otros dos tipos de sueño: para ir a la cumbre hay que caminar primero por la ladera.
Estos tres sueños tienen un tiempo determinado: es como un reloj que hay que recorrer durante la noche. El ser necesita el mayor tiempo para el sueño vegetativo; un tiempo menor para el asociativo, y a veces sólo unos minutos de vislumbre para el sueño profundísimo místico.
El hombre no sólo se alimenta durante el día, sino hace como la hormiga, que en verano lleva a la cueva todo lo que necesita y durante el invierno vive de eso. Así es el organismo: de noche asimila los elementos adquiridos durante el día. Si bien la digestión se hace de pie, de noche el ritmo de asimilación es distinto. Hay elementos necesarios para el organismo, muy sutiles y desconocidos todavía, que sólo pueden ser adquiridos durante el sueño.
La mayoría de los seres se acuestan y se abandonan al sueño. No hay un paso entre el ensueño y el sueño. No se hace entonces ese sueño vegetativo tan necesario al ser humano que tiene que recibir la fuerza energética de la vida. Él la va adquiriendo en muy poca cantidad y muy despacio. Hay ciertos hechos que permiten darse cuenta de esto; por ejemplo, las pesadillas. Estas no se tienen por malas posturas, como se cree comúnmente; esos son factores externos. Las pesadillas vienen porque el ser se abandona al sueño y su mente está cargada de preocupaciones. Entonces el factor astral que se refleja en el ser humano por el sistema nervioso quiere quitarle al sistema vegetativo su parte en vez de dejarlo hacer su labor. El sistema vegetativo tiene que defenderse entonces de aquél que quiere invadir su campo. Por eso soñar con gatos, animales sobre la espalda o el estómago, una tropilla de caballos que viene corriendo, un pescado grande que está allí enfrente, con ardillas, indica que el sistema vegetativo no está haciendo bien su función.
A veces se sueña un momento antes de dormir, pero después no se sueña absolutamente nada. Es que hay un relajamiento absoluto de todas las facultades del ser. Es la verdadera muerte. El ser muere en realidad pequeñas muertes todos los días; por eso cuando se va a entrar al sueño se tienen vislumbres, visiones, que son como un pequeño examen retrospectivo que se hace rápidamente para entrar luego en el sueño profundo. Algunas personas se levantan más cansadas de lo que se acuestan, y eso es porque hay una lucha entre la fuerza asociativa y la vegetativa. Es como si llevaran el mundo encima. La razón es que el organismo no ha hecho su trabajo.
El examen retrospectivo no tiene mucha importancia en sí. La mayoría de los hechos diarios del Hijo son siempre iguales: meditación, trabajo, comida, recreo. Es un examen muy rápido. El examen retrospectivo tiene otro valor: corta el impulso diario.
La mente hace, durante el día, como una línea que se tiende cada vez más, y como el ser sostiene más aún esa línea de fuerza, la mente se va debilitando. Entonces a la tarde ya no se tiene la misma fuerza que a la mañana y la línea tiende a quebrarse. Hay que empezar a repararla el entrar en el sueño porque si se abandona la nota para que se pierda sola no hay trabajo de reparación.
Quiere decir que el Hijo dice: basta. Retrotrae su fuerza, vuelve atrás, aminora poco a poco su marcha. El examen retrospectivo aminora la marcha del día, entonces el ser, que daba vueltas a la rueda en un sentido, al darla en otro se queda inmóvil. Por eso se enseña que se mande la sangre de la cabeza a los pies, o sea mover la fuerza en sentido contrario.
Un buen sueño vegetativo puede dar en cuatro horas gran recuperación al hombre. Es el ejemplo que se ve en los grandes hombres que, como Napoleón, necesitaban pocas horas de sueño.
Después del sueño vegetativo hay que dar cuenta del día. Ya el cuerpo ha asimilado todos sus elementos; el cuerpo etéreo está lleno de fuerza. Los átomos X2 ya han llenado esa parte etérea, ese segundo cuerpo del hombre y el cuerpo astral puede hacer su labor. El hombre sin el cuerpo astral no puede tener la vida del espíritu.
Las grandes fuerzas se adquieren en esa zona mística del sueño profundísimo, pero el cuerpo astral no puede hacer eso si antes no filtra los canales por donde han pasado tantas imágenes anteriores: las emociones, las luchas, han gastado esta fuerza durante el día, han ido tapando los conductos y por allí no puede entrar la otra energía. Las agujas no se limpian. Ese trabajo lo hace el sueño asociativo: examinar las cosas que han impresionado durante el día, lo que se ha perdido espiritualmente.
A veces parece que se sueña algo sin sentido. Por ejemplo: una persona en una casa que no se conoce. El subconsciente muestra así que se está equivocado, que se le ha dado a algo el sentido contrario, que en el momento de hacer una obra se la ha desfigurado. O por ejemplo, que la casa se ha deshecho, que se ha venido abajo; que se ha roto el coche: quiere decir que no se ha sacado el producto de ese paseo. Asociaciones que se presentan como imágenes, pero que son grandes lecciones si se las sabe aprovechar. Asocian lo real del día con la fantasía: la fantasía ha desfigurado lo real durante el día y la experiencia ha sido de poco provecho.
Cuando se ha tenido un día sano y sereno las imágenes en el sueño son sencillas, pero claras: se limpia la Capilla y a la noche se ve una Capilla grande. Es que se ha magnificado esa labor, se la ha ampliado. Se hace un vestido con amor y a la noche se lo ve adornado: es la gracia, la fuerza que se le ha dado. Cuando se ven flores y adornos es el fruto que se recoge de las obras diarias; y eso tiene una importancia extraordinaria.
Los seres desequilibrados y nerviosos tienen sueños asociativos tremendos; duermen a saltos, mientras que la persona tranquila duerme profundamente, y sobre todo en la Santa Casa de la Madre donde el sueño es muerte que se transforma en vida.
El Voto de Renuncia y el abandono de la vida tienen que llevar a la vida real, a ese sueño profundísimo en donde se aclaran las ideas, donde vienen al alma las imágenes divinas, las comunicaciones sagradas. Todos los Hijos que cumplen con su Voto llegan al sueño profundísimo, pero todas las almas tienden a ir hacia ese sueño que es el sueño místico. Allí es donde se recibe la Enseñanza. Todos conocen ese misterio: un día, al levantarse, se tiene la solución del problema, la comprensión nueva, clara, sobre ese punto. Cuántas veces se va a dormir con una ansiedad, con un dolor y a la mañana siguiente se es realmente otro; lo de ayer ha desaparecido con sus nubes; el alma está como un claro cielo azul.
Los Hijos se han entregado al sueño como a la muerte; han cruzado el valle de los movimientos humanos y han podido acallar su fondo en las aguas de Beatriz, en la fuente divina. Les ha venido la luz, comprensión, respecto a su vocación y de muchísimas cosas que no tienen explicación, que ni ellos mismos pueden explicar a pesar de comprenderlas.
Durante el sueño profundísimo muchas veces los Hijos se comunican con los Maestros y así tendría que ser siempre. Los Santos Maestros están continuamente con los Hijos pero lo que llega a éstos es su luz, que los baña. Ellos, si quieren ir y estar al lado del Hijo, tienen que materializarse, tomar una fuerza viva, como lo han hecho grandes seres muchas veces, sobre todo algunas apariciones verdaderas, materiales. Algunas veces ven la figura de sus Directores o Instructores, pero son los Santos Maestros que los bendicen, que les dan fuerza, que los reprenden, los aconsejan. A través del sueño profundísimo se hace este gran trabajo: establecer un puente entre el cielo y la tierra. Los Maestros pueden dar así al Hijo el secreto de la vida.
El hombre vive aferrado a la tierra porque en realidad no vive, no sabe. Pero para aquél que ha podido tener su propia experiencia la vida tiene un sentido completamente distinto. Por eso al Hijo hay que darle hechos concretos, formar un puente entre el mundo astral y el mundo material para que todos lo toquen con sus manos. Ellos tienen que ser los primeros. Por eso durante la noche los Hijos buenos marchan por ese puente, tendiendo un arco entre el cielo y la tierra por donde luego cruzarán todos los seres, para alejarlos del miedo y del dolor del mundo.
En el sueño profundísimo se tiene aún la visión del futuro y el consuelo de hablar con las almas que ya han cruzado el camino hacia el más allá.
En el sueño profundísimo el Hijo se transforma en sacerdote. No es sacerdote el que ha estudiado un número de años sino aquél que realmente se ha puesto en contacto con Dios; si no se es un ciego que guía a otro ciego. Por eso los chelas hindúes preguntan a su Maestro si ha realizado a Dios. El sacerdocio del alma lo tienen los hombres y mujeres indistintamente, pues todos tienen que forjarse su camino.
Si los Hijos saben considerar la muerte, mueren todos los días en las horas del sueño por su Voto de Renuncia. Si saben abandonarse en los brazos de la Divina Voluntad experimentan la Verdad; Dios les concede la visión del más allá y pueden decir: “Así es porque lo he visto, lo he experimentado; he visto la imagen de la Divina Madre; he visto las almas de aquellos que me han precedido en el más allá”.
Un Hijo tuvo una vez dos sueños extraordinarios. En el primero vio el Templo de Cafh, que era un gran arco iris que se iba formando poco a poco. Por allí cruzaban los Hijos para entrar en el verdadero templo del más allá. El Templo de la Madre Divina no es un lugar, es una fuerza viva del alma que se va construyendo poco a poco.
En el segundo vio un río inmenso y a unos Hijos de Cafh que llevaban su caballo blanco a la orilla. La otra orilla estaba más allá, invisible, pero estos Hijos, mientras caminaban por las aguas formaban un puente de nácar. Significa el río místico del alma; el puente de nácar es el silencio, rutina, paciencia. A medida que iban entrando en el río, éste se hacía más y más grande; y más grande también se hacía el puente y más almas cruzaban y más se extendía. Era el puente constituido por las mismas almas, el puente que un día tendría que estar tendido entre el más allá y esta tierra, entre lo conocido y lo desconocido.
Este Divino Misterio el Hijo puede aún vivirlo diariamente: Él tiene el Libro de la Gran Enseñanza, el Maestro preparado si sabe aprovechar bien las horas del sueño.

Enseñanza 7: La Renuncia como Salvación

La Renuncia comprendida como única salvación del mundo, abrazada con los Santos Votos, vivida diariamente a través de los actos y del ritmo de Comunidad, lleva inevitablemente a una mística, a un determinado modo de vida interior expansiva.
La Renuncia verdadera, total, absolutamente simple, no atañe a un solo hombre o a una agrupación de hombres, sino a todo el género humano y a todos los seres que fueron, que son y que vendrán.
Ese estado interior que se desenvuelve en el alma a través de la vida de Ordenación es algo espontáneo y natural, puede ser analizado, controlado y aún acelerado, si el alma conoce bien en términos generales y particulares, el método, un método para poseer este bien de Renuncia en su totalidad. A esto se le llama la Mística de la Renuncia.
No se la denomina “Mística del Corazón”, que es la síntesis total de la vida de Renuncia, porque se necesitaría mucho tiempo para poderla explicar; se dice entonces “Mística de la Renuncia” para dar con ella una síntesis de la Mística del Corazón.
No se puede entrar a considerar este campo admirable si no se sabe el lugar que se ocupa en el mundo y en la vida.
La Humanidad piensa de distintos modos, tiene múltiples puntos de vista; por eso es necesario ser buenos observadores y tener una filosofía propia, bien clara y definida.
¿Qué es lo que determina los acontecimientos humanos? Se usarán términos conocidos para hacer más clara la explicación: la historia, la psicología, la ética o moral.
La historia es aquel fenómeno que repercute desde lo exterior hacia lo interior del individuo.
La psicología es la acción y reacción de las facultades internas del hombre.
La ética es el resultado de ese choque exterior histórico, individual, psicológico, que se transforma en un hecho, primero individual, interior; después colectivo, exterior. Partiendo de esta base fundamental puede entonces el Hijo desarrollar su mística, porque tiene una idea clara de su lugar en el mundo y en el Universo.
La misión del Hijo Ordenado es el desenvolvimiento de sus facultades interiores, pero no para encerrarse en el conocimiento, análisis y posesión de esas facultades y decir: “Este es mi mundo, mi felicidad, mi cielo”, porque inevitablemente por más que se aparte siempre habrá factores externos que repercutan sobre él: lo que ha aprendido, lo que ha traído al mundo, su idiosincrasia ancestral. Los factores exteriores históricos siempre vendrán a golpear a su puerta; siempre habrá un resultado determinante de estas facultades.
Por eso el Hijo Ordenado ha de construir su morada interior; pero esa morada interior ha de armonizar perfectamente con todos los valores exteriores, relativos. Como resultado de esta unión de órdenes ha de haber un determinado modo de vivir, una determinada mística. No puede ser la mística de un aislamiento absoluto o de una obra social absoluta; sino el resultado de una armonía de ofrenda, de supremo sacrificio, una mística de una realización expansiva.
La Mística de Cafh es ante todo de ofrenda: ofrenda de sí mismo, ofrenda de los valores interiores, ofrenda de los valores exteriores.
La Humanidad padece porque el factor histórico no le ha dado la debida experiencia. Todos disfrutan de todos los bienes, de las comodidades, de un saber que ha sido legado por otros hombres. Se camina por una vereda, se vive en una casa, se tiene luz eléctrica, se viaja en un tren, en un avión; se disfruta de todas las comodidades y se dice: es de la Humanidad, lo hemos pagado y nada más. Con ese concepto no se conoce el factor de responsabilidad que el hombre tiene frente a la Humanidad. Se olvida de todo el trabajo y el esfuerzo de tantas vidas que eso ha costado; no son valores económicos sino un valor vivo de esfuerzo y sacrificio.
El hombre dice conocer sus factores históricos, pero goza y nada más. No hace otra cosa que adquirir obligaciones, cargas de deudas, karma. En una palabra: recibe, recibe. “Que me den, que todo sea para mi”.
Hay que ver si el esfuerzo de dar tiene una relación compatible con lo que se recibe. Si no, se prepara otro proceso histórico de dolor para la Humanidad.
El primer sentido místico ha de ser el de ofrenda; esa sencilla lección que le ha sido dada siempre al ser: el hombre gana lo que da, no lo que recibe. Lo que recibe hay que pagarlo mucho, cuesta sangre.
Hay muchos seres generosos que comprenden eso y dan; pero los Hijos Ordenados han hecho una ofrenda mucho más grande, porque lo han dado todo: su propia vida. Se han colocado al lado de los Grandes Iniciados, de aquellos pocos que se ofrendan para enseñar con su divino ejemplo a la Humanidad cuál es el Sendero de Salvación.
Pero esta ofrenda tiene un método místico que la hace más intensiva, y esto hay que aprenderlo de los grandes seres y practicarlo interiormente. Eso quiere decir: mística. Hay que practicarla con el corazón, con el pensamiento, con todas las fuerzas de la voluntad y del amor.
La mística de renuncia hecha ofrenda es la mística del pan y del vino. Lo han enseñado todos los Grandes Iniciados que han venido a la tierra.
La primera enseñanza que se da a los Hijos es ésta: “Deja la bolsa de pan del pobre; sé tú mismo pan de vida”. Como ya lo dijo Cristo: “Toma este pan, toma este vino, que es mi carne y mi sangre”.
No se puede ofrendar sólo los propios servicios, lo que se puede hacer; hay que ofrendarse a sí mismo. No se puede pagar el karma que se lleva sobre sí por haber disfrutado de tantos bienes sobre la tierra, facilidad de aprender, saber, distinguir lo bueno de lo malo, con servicios, sino con la misma vida, con todo el ser.
Esto lo han hecho los grandes seres. Cristo se ofrendó a sí mismo para bien de la Humanidad, pero antes dijo a sus discípulos: “Tomad mi pan y mi vino que es mi carne y mi sangre”. “Este es el testamento, el bien que os dejo: dar la propia carne, la propia sangre”.
La ofrenda ha de ser absoluta. La mística de ofrenda es ese sentido interior continuo: no ofrendar sólo lo que se da, sino la propia vida, un poco todos los días. El Hijo ha de decir en sus meditaciones: “Yo he recibido tanto de la Humanidad, todo me ha sido dado, pero, ¿qué he dado yo? Empiezo por ofrendar mis humanas intenciones, mis oraciones, mi vida mortificada y de oración; todos los trabajos que hago. Ofrendo todo lo que la Divina Providencia quiera enviarme: el malestar, la aridez, la comodidad, la incomodidad, las enfermedades, los cambios de vida que me proporciona el tiempo y la edad. Pero aún quiero ofrendar algo más: quiero ofrendarme a mí mismo, mi propia vida”.
Ese hábito de ofrenda del corazón, de la mente y de todo el ser se transmuta místicamente en la oración; no sólo es una oración imaginativa, además es sostenida, continuada. Hace que realmente el mundo absorba el magnetismo, la fuerza del Hijo y reciba el bien de su ofrenda. Algo sale de él: como una esencia, una luz que se expande poco a poco sobre todo el mundo y sobre todos los seres.
Clamen los Hijos en su interior: “Ofrendo mi vida, mi carne, mi sangre. Me doy todo. Tómenme, que es hora ya de tomar esta miserable vida, si es necesario, para que yo pague, ya que toda la Humanidad no está dispuesta a pagar; para que yo redima a los hombres de su ceguera de tomarlo todo, aún tomarlo a la fuerza. Me ofrendo como pan de vida. Reconozco mi pobreza, pero doy lo poco que soy y permanezco a la disposición divina. He podido descubrir el misterio de ser pan, pan eucarístico, pan divino. Ahora soy la hostia, la víctima inmolada”.
Este sentimiento interior toma fuerza, vida, se comunica verdaderamente y es un auxiliar para los seres humanos. Este es ya el sentimiento de muchos Hijos. Cuando a veces sufren alguna dolencia y se les desea que se curen dicen: “No me pida que me cure de mis males; ellos son el único bien que tengo para poder dar algo”.
Tengan los Ordenados siempre presente que su mística no es de paz y felicidad en la realización divina, sino es de ofrenda. Porque como decía el Bienaventurado Buda: “No puedo tener paz y felicidad si la Humanidad no tiene mi mismo bien, si sigue caminando por el sendero de dolor, miseria y sufrimiento”.
La Humanidad está ciega. Si se ofrendara, si reconociera el bien que ha recibido, si lo comprendiera y se dispusiera a dar, su dolor sería eliminado inmediatamente. Pero para eso es necesario que haya almas que sepan ofrendarse.
¡Que triste es oír hablar a las almas consagradas como lo hacen los hombres del mundo, como los ciegos, mostrando que no se dan a través de la ofrenda mística interior! Lo exteriorizan sin darse cuenta y siguen tendiendo la mano, estando desconformes con todo y desechando el cumplimiento de la observancia y sus obligaciones, que es lo único que pueden dar. Todo les cansa, y en lugar de hacer efectiva su ofrenda siguen regateando a la Divina Madre lo que ya le han entregado en sus Votos.
Que la ofrenda interior de los Hijos empiece por la mística, es decir, por la oración; sólo así se hará efectiva exteriormente. Un santo hindú, cuenta la leyenda, era muy ignorante y no sabía meditar. Cierta vez le atacó un jabalí, y al defenderse golpeó al animal muy fuertemente en la cabeza. El jabalí dio un grito de dolor tan terrible y al mismo tiempo tan sublime, que lo conmovió. El asceta entonces, arrepentido por haberlo herido, fue repitiendo ese grito continuamente para llegar a emitirlo con la perfección del dolor del pobre animal, y se dice que al conseguirlo realizó a Dios.
Cuando verdaderamente se ora en espíritu de ofrenda, esa ofrenda se hace efectiva; Dios toma lo que se da y la ofrenda se transforma en holocausto, en una realidad.
El alma que es responsable de sus acciones frente al mundo, que armoniza con el exterior y paga el karma del mundo no la que dice: yo pago mi karma y estoy desligada de los otros, esa alma tiene derecho a realizar a Dios en sí misma, y puede llegar a transformarse en una armonía perfecta de valores internos, emocionales, mentales y espirituales, porque ya se ha transformado en un holocausto, en una ofrenda hecha realidad.
Cristo no sólo ofrenda su vida como semilla a través del pan y del vino, sino sube a la cruz. El padeció todos los dolores, todos los martirios, hasta que llegó a la cruz, al supremo holocausto.
Estas hermosas oraciones, esta mística interior del Hijo ha de transformarse en una realidad, en algo vivo; sería ilusión si su ofrenda no llegara al holocausto, a la realidad. Una gotita de sangre ha de adornar los velos y las capas de los Hijos para que éstos tengan un signo de confirmación y realidad; el holocausto no tarda en venir a aquél que sabe lo que la mística verdadera significa.
¡Es tan distinta la realidad de los sueños! Muchas almas consagradas quieren ofrendarse con toda sinceridad, pero lo hacen a su manera, según sus gustos, aunque ellos creen que no son sus gustos.
La mística del holocausto es la mística del misterio, de lo desconocido; es el resultado de factores internos que no se ha soñado descubrir ni poseer. Por eso cuando el alma se ofrenda a su modo no hace nada más que obstaculizar la Obra Divina de redención en ella misma, poner reparos.
La oración que impone la vida de Ordenación, aún las oraciones vocalizadas, puede que le parezca poca al alma que se ofrenda; en su fervor le gustaría decir muchas más oraciones, tener más tiempo para orar, pero estas oraciones, por hermosas que sean nunca serán holocausto porque llevan un goce personal, un gusto; es una ofrenda personal. Si quiere darse una disciplina, se la da cuando quiere, pero si bien esa disciplina es buena no es la perfección del holocausto. Santa Rosa de Lima decía al final de su vida: “Yo pedía dolores, pero no creía que fueran tan grandes”. Ella se imaginaba sus dolores habituales, pero Dios le reservaba otro dolor. Lo que se quiere hacer personalmente, aún siendo bueno, no tiene valor porque Dios da lo que Él quiere dar y tocará al alma en esa fibra que ella no quiere que se toque; en ese lugar secreto, bien guardado y oculto, allí es donde irá a golpear el dolor. Entonces el alma imperfecta empieza a quejarse, a parecerle mucho su dolor, a perder el gusto por la oración y sentir la obscuridad; piensa que es incomprendida, que los Superiores son demasiado severos, el Reglamento pesado, las obligaciones son muchas. Eso le pasa porque no quiere darse: la ofrenda personal es un teatro, es exterior.
Dios quiere otra cosa. El alma que se ofrenda es una mente en blanco que no piensa lo que le podrá suceder ni hoy ni mañana, sino está dispuesta a que Él tome de ella lo que quiera.
Si uno se queja no da, la ofrenda no se transforma en holocausto; y es necesario transformarla en holocausto, teñirla de sangre. Es allí donde el alma puede realizarse: en el trabajo que le dan, en la enfermedad que le manda la Divina Providencia, en los inconvenientes inesperados. Allí es donde Dios la va a buscar y a decirle: “Yo quiero esto y otra cosa no me gusta. Yo te doy todo pero deseo tu alma”.
Generalmente pasa que cuando se está enfermo se ofrenda todo, pero no ese mal porque molesta y quita el gusto en la oración. Pero eso es lo que Dios quiere que se le dé, esa es la gota de sangre para salvar a la Humanidad. Entonces se puede llegar a la muerte mística y ser dignos de ser llamados muertos que viven, almas que no pertenecen a este mundo.
Después que Cristo expiró con gran dolor hubo una gran paz a su alrededor y todo fue silencio. Eso quiere la Divinidad de las almas, para darles luego ese gran silencio de muerte, resultado de la Mística de la Renuncia.
Esta es la ética, la moral del Hijo: Abandono a la Divina Voluntad. Puede suceder que después de muchos años de vida de Comunidad el alma se dé cuenta un día que sigue teniendo el mismo defecto que cuando recién ingreso, y ese defecto está como una espina en el corazón; y se pregunte entonces: “¿Por qué lo tengo?” Hay que conformarse cuando uno se da cuenta que todavía está allí: Abandono total, absoluto, a la Divina Voluntad; esa es la muerte mística de la sensación.
Cuando se llega a ese estado de dolor, es decir, de soportar el dolor aceptándolo todo de las manos divinas, se es entonces holocausto tan perfecto que después ni se siente ese dolor y todo parece poco, aún los golpes más grandes que manda la Divina Providencia. Pero es entonces cuando se cosecha, cuando se está muerto; no porque haya una insensibilidad sino porque hay una absoluta entrega.
Aún en la mística que el Hijo va desarrollando después de haberse ofrendado puede ser que en la oración la Divina Madre le dé grandes martirios: nerviosidades, dolores intensos que no lo dejen tranquilo, sufrimientos en el tiempo de la meditación. Aún si esto pasa, con un esfuerzo supremo tiene que conformarse y estar contento con lo que le ha sido dado.
Cuando él tenía entusiasmo era él quien gozaba y recibía; ahora que tiene aridez y sufre, o la enfermedad le molesta, tiene achaques, nerviosidades, le da la impresión de que no está orando; pues bien, ahora está entregando algo.
Si el Hijo hace ese esfuerzo continuado, si procura renunciar, acompañar interiormente y decir con el pensamiento esas palabras de oración, ésa es una mística que siempre trae silencio de muerte en el alma; sosiego, la sensación de que todo duerme, de que todo ha terminado. Si los Hijos hacen eso sabrán que la ofrenda de sus vidas ha sido tomada por la Divinidad.
Allí están, no tienen ya nada más que dar. Han comprendido la deuda grande que tienen con la Humanidad. Todo lo que pueden hacer lo han hecho, bien o mal, y lo seguirán dando. Todo lo toman de Dios; se ha hecho la Divina Voluntad: Dios da, Dios quita. Entonces se puede cosechar el fruto del Silencio; el éxtasis verdadero no es gozar de Dios, estar allí como si no se viviera; el éxtasis de la Renuncia es una perfecta paz y conformidad, es una entrega total.
Para resumir se pueden repetir entonces las palabras de meditación que se tendrían que usar para esos pasos de meditación de renuncia, que es síntesis de la Renuncia de la Mística del Corazón. La Mística del Corazón habría que explicarla más detalladamente: se empieza por la niñez espiritual; se sigue con la juventud, abandono, mendicidad, llamado divino, unión con los Maestros, muerte mística de los sentidos, y así sucesivamente.
Para la meditación se piensa: “He recibido de Dios dones infinitos; todo me ha sido dado desde que he nacido hasta ahora, beneficios, comodidades, asistencia, guía espiritual, enseñanza, alimento, adelantos de la civilización, libros, revistas, enseñanzas escritas... todo. En la enfermedad he tenido asistencia médica, remedios necesarios, los más nuevos que puede dar la ciencia. En el invierno, abrigo; en el verano, comodidades para mi refrigeración. Asistencia de familia, de la sociedad, de la escuela. Asistencia de Cafh: Comunidad, Superiores continuamente a mi lado. Mis manos están llenas de dones; lo he recibido todo despreocupadamente”.
“He de pensar en los que se dieron voluntariamente para contribuir a todo este bien que me ha sido dado, y hacer un análisis de lo que he dado a la Humanidad, con mi conocimiento y posibilidades, con mi ser. Para recibir ese bien que me ha sido dado, ¿qué he hecho yo?”
Después de ver lo poco que se ha podido hacer y decir: “Qué ignorancia la mía, que siempre he vivido así. Quiero ofrendar mi amor, todo mi afecto; quiero entregarlo todo; continuamente hay almas que piden afecto a mi alrededor y yo lo doy sólo a algunas personas que me son privilegiadas, de amistad y reconocimiento. Mi amor tiene que ser para todos aquellos que me lo piden: niños, enfermos, inválidos, que la Providencia pone en mi camino. He de dar mis sentimientos sin esperar que me quieran, ni la recompensa de ser comprendido”.
“Quiero dar todo lo que he aprendido, lo poco o lo mucho: lo que he aprendido con mi carrera profesional, con la enseñanza espiritual, con la experiencia personal, en el mundo y dentro de Cafh. Quiero enseñar, no quiero ser egoísta, sino dar a manos llenas; que todos sepan lo poco que yo sé. Todo lo daré continuamente. Todos mis conocimientos de lectura, los he de enseñar en los paseos, en los recreos; he de darme continuamente”.
“¡Pero esto es tan poco para un alma como la mía que he de ofrendar mi vida continuamente! No he de tener miedo a los contagios o a lo que pueda venir de un cataclismo, una inundación, una guerra; a nada, porque quiero ofrendar mi vida. Si otros seres han pasado por esos tristes trances con serenidad, he de darlo todo y no ser como los pobres seres del mundo que sólo quieren guardar a los suyos, ir a donde nada los alcanzará”.
“Que todo sea entregado para el bien de la Humanidad, que todo se desparrame sobre los seres. Soy holocausto, martirio de amor; soy la ofrenda perfecta, el mártir desconocido. Sobre todo he de querer lo que Dios quiere darme por medio de las reprensiones, de los castigos de los Superiores, ¡porque es tan poco lo que puedo dar! Pero, Dios mío, eso que Tú quieres lo doy con todo amor; aunque sea un pequeño malestar. Si quieres quitarme el gusto de la oración también te lo doy; que no quede nada más que el puñadito de ceniza que soy yo”.
“Acá, a los pies del altar, no está un Hijo, está un puñadito de ceniza que cualquiera puede soplar y nadie se da cuenta. Que nadie se dé cuenta de mí; que sea pequeño, vano, inútil a los ojos de todos los hombres. Que yo esté muerto, transformado en polvo y ceniza, porque sé que esta ceniza será un día levantada por el viento del Amor Divino, de la Divina Gracia que no permite que nada se pierda, y ese polvo se unirá al polvo de la eterna felicidad”.
Esta es la Mística de la Renuncia: el Reglamento, el trabajo, la observancia del Hijo lo ha de transformar en eso; eso lo hace con su vida interior.

Enseñanza 8: La Mística de la Ceniza de San Pablo de la Cruz

Lo más maravilloso y sorprendente de la vida de San Pablo de la Cruz es su extraordinario espíritu de renuncia, de absoluto desprendimiento de todas las cosas del mundo; tan grande que instituye en el mundo cristiano una congregación totalmente dedicada a lograr esa muerte mística, tan parecida a la muerte mística de las almas ofrendadas en holocausto para la redención de la Humanidad.
Oraba un día el joven Pablo en una humilde habitación de su casa, cuando en las luces del crepúsculo se le aparece una señora toda vestida de negro, con un velo de luto en la cabeza. Era de aspecto dulce y agradable, y vertía abundantes lágrimas. Quedó admirado Pablo frente a esa maravillosa visión y escapó al lado de esa señora que no era sino la Divina Madre, la Madre de todos los dolores y penas. Pablo oyó estas palabras: “Pablo, quiero que siempre lleves el luto por la muerte de mi Hijo Jesús. Quiero que siempre estés de duelo por los dolores del Hijo del hombre, que han sido completamente olvidados por los hombres. Quiero que no sólo internamente sino externamente lleves ese luto y ese duelo en tus vestiduras, en tu comportamiento, en tu modo de vivir, en todas tus cosas”.
El joven Pablo quedó completamente absorbido por esa visión y desde ese momento entregó su vida, su alma, sus posibilidades, a ese fin: llevar luto por los dolores y la muerte de Cristo; llevar duelo por el Señor que había sido olvidado por los mismos hombres que había venido a redimir.
Enseguida que puede abandonar el hogar y la familia se encierra en una pequeñísima habitación al lado de una pequeña iglesia abandonada, y después de una cuaresma de ayunos y penitencia escribe una reglamentación para su vida. Aquella reglamentación debía ser después la guía de la Congregación de los Pasionistas. Pero aún allí se le vuelve a aparecer la Divina Señora. Esta vez sobre su traje de duelo lleva una hermosa imagen, un signo; a la misma altura del corazón, lleva un corazón blanco estampado sobre el negro, sobremontado por una cruz blanca, y adentro se ven las iniciales del dolor que simbolizan el dolor de Cristo. Allí, bajo ese nombre, están los tres clavos de la cruz de Cristo.
Ella le vuelve a decir: “No sólo quiero que lleves duelo sino que tú mismo participes del dolor y de la muerte de mi Hijo, que vivas como si estuvieras muerto, crucificado; aún en tu físico te quiero muerto y crucificado. Lleva siempre este signo sobre tu corazón”.
Este joven había llegado a la renuncia ideal de todas las cosas de la vida, al abandono de los bienes del mundo, porque se había sentido inclinado a la devoción, porque Dios sobre todas las cosas le había dado un goce admirable, desde muy chico, de las bellezas y las gracias eternas. Su oración era una gloria, una devoción continua. Vivía en un goce extraordinario; nadie pudo gozar tanto como él a los pies del Señor. Decía: “No cambiaría yo un minuto de la felicidad que siento por todos los placeres que experimentan los hombres del mundo”. Pero no sabía qué duro camino tenía que recorrer para poder cumplir la Mística de la Renuncia, ese renunciamiento ideal que le había sido dado; tenía que ser un ejemplo vivo de la Renuncia si quería dejarlo en heredad a sus Hijos. Si lo hubiera sabido, a lo mejor no hubiera tenido fuerzas para enfrentarse con todos los dolores que tendría que padecer desde entonces.
A partir de ese momento desaparecieron los consuelos, las visiones, la devoción, y Pablo se vio sumido en un mar de tinieblas, de desconsuelo, de tristeza. Pero la peor tristeza era ver que, si bien en el fondo de su alma estaba seguro de su misión, su razonamiento, su intelecto, los consejos de todas las personas, le hacían ver que estaba engañado, que iba por mal camino.
Este inmenso martirio duraría veinte años. Toda una juventud martirizada, toda una virilidad padeciendo, siempre luchando entre la mente superior que le dice: “Adelante”, y la mente racional y humana que le dice: “Estás equivocado, no tienes éxito”.
Le había pedido mucho la Divina Señora, pero ésa es la Renuncia, la verdadera Renuncia; el gran saber de los héroes, de los santos, de los Iniciados.
Joven, Pablo, con sus reglas en las manos, camina de un lugar a otro, esperando encontrar donde asentarse, un alma que lo acompañe. Pablo de la Cruz es venerado por todos como un santo, todos le piden consejo, lo toman como director espiritual, pero no hay un alma que quiera participar de su vida. Dios misericordioso, la Divina Madre, aquella Madre que le había mostrado sus lágrimas, le ocultó ese largo martirio, todas las penas que le esperaban; quiso misericordiosamente no hacerle conocer todos los años que le faltaban para poder tener seguridad de que su renuncia no era la del vacío y de la nada, sino la verdadera vida mística para las almas que quieren la vida espiritual.
Abandona su lugar y su pueblo porque nadie lo quiere acompañar, hasta que la misericordia divina, teniendo lástima de él, le envía un hermano: Juan Bautista. Se junta con él en Roma, adonde había ido a parar San Pablo de la Cruz. Allí seguirá esperando, haciendo el bien, padeciendo. Allí mismo, en Roma, todos lo quieren, y conoce a grandes personajes, pero nadie lo ayuda en su obra.
Lo ubican en un hospital; parece que lo van a orientar hacia el camino de la pura caridad. Él espera allí años y años acompañado por su hermano. No tiene luces: Ella se esconde; no tendrá que verla. Tiene el sentimiento de estar equivocado; todo continúa, pero esa idea lo lleva a la más terrible de las desesperaciones. Pero a veces surge una luz y oye interiormente: “Pablo, estás muerto, crucificado”.
Veinte años de esperar, caminar, peregrinar. Hasta que en ese hospital, por un sabio consejo, empieza a estudiar para hacerse sacerdote. Con él estaba su hermano. El Cardenal protector del hospital lo ampara para que se quede como capellán en el hospital. Pasa por muchas pruebas hasta que un día, cuando ya es sacerdote, una fuerza grande hace que le pida al Cardenal protector que lo deje ir a la soledad.
Puede partir junto con su hermano, y sube a aquel monte Argentaro donde un día levantará su primera casa.
Pasarán diez años todavía, años de lucha, de padecimientos, de persecuciones, antes de que pueda iniciar el primer retiro pasionista. Allí todos lo veneran; las personas del lugar lo tienen por un gran santo. Muchas almas muy virtuosas lo toman como su director espiritual, pero todos huyen frente a esa vida, a esa mística de duelo eterno, de muerte en vida. Todos se espantan.
Pero tiene éxito. Ya tiene siete compañeros. Junto con su hermano ha venido otro hermano (Miguel), pero cuando todo parece florecer poco a poco esos hijos se cansan de esa vida de renuncia y mortificación, de ese vivir en unas piezas que son más bien chozas que piezas, de esperar que se edifique un convento, y se van.
Vuelven a quedar solos. Empieza a levantar el convento y se le quema. El obispo de la ciudad le niega luego el permiso que ya le había concedido. Cuando parece ya que hay un vislumbre de triunfo, cae enfermo de una enfermedad reumática tan terrible que lo lleva a las puertas de la muerte. Dice: “Estoy más muerto que los muertos; no tengo ni luz, ni ayuda, ni alivio. Aniquílame, Dios mío; he de ser muy malo y perverso cuando permites que tantas penas caigan sobre mí y en los que en mí confían”.
Ya es un hombre de cuarenta y tres años; ha luchado desde los veinte y está en el mismo lugar. Pero una mañana asoma entre los árboles de ese bosque de montaña un joven sacerdote de aspecto tímido, de poco cuerpo, de caminar vacilante, que pregunta por el Padre Pablo. Juan Bautista dice: “No podrá éste llevar nuestra vida, no puede ser una columna de este instituto”. Pero ésa es la piedra angular de la congregación. Será el más noble, el más fiel y observante de los primeros Hijos. Es como si hubiera caído Dios del cielo: llega el permiso esperado, se levanta la obra.
Por un tiempo Dios le alivia, vuelve la paz a su corazón; pero es por muy breve tiempo. Es como cuando hay nubes en el cielo y aparece el sol para ocultarse enseguida. Está dispuesto a sufrir, a ser un muerto. Tiene que aprender la doctrina de la Renuncia que enseñará luego a muchas almas. Esa enfermedad no lo abandonará jamás y durante otros cuarenta años tendrá que luchar.
Padece penas de muerte. Escribe a su hija predilecta: “...padeciendo dolores y martirios de infierno”. Este hombre que padece tanto no deja de predicar, de llevar a todas partes la palabra de Dios, predicando a Cristo y su muerte.
El padecimiento de Cristo y su muerte; ése será el Voto de sus hijos: predicar la pasión y muerte de Cristo.
Y ese hombre llegará a los ochenta años, tendrá fuerzas para fundar una congregación de la que el Papa Benito XIV dijo: “He aquí un instituto que ha de venerar siempre la Pasión y muerte de Cristo, un instituto que tenía que haber sido el primero en la Iglesia y llega el último”.
Su obra se propagará y extenderá a la parte femenina. Su instituto es al día de hoy un ejemplo por el espíritu de renuncia, de apartamiento del mundo. No viven en las ciudades sino van a predicar a ellas. Son hombres verdaderamente muertos al mundo, y su Orden ha hecho mucho bien a las almas.
Pero lo que interesa sobre todo es la mística de Pablo de la Cruz, de este hombre de acero. Dice: “Padezco penas de infierno”, y, sin embargo, está allí de pie dirigiendo su instituto, acompañando a sus Hijos, aconsejando al mundo. Para él no hay otro camino para la salvación del mundo que la Renuncia, el espíritu de sacrificio y de dolor.
Su mística se basa toda y sobre todo en la Renuncia. Hay que leer sus cartas a las almas que dirige para ver la grandeza de esa mística que muy pocos hombres han podido igualar.
Sus palabras son fundamentales: “No hay salvación ni hay perfección espiritual si no se lleva una vida apartada y mortificada”. Será muy combatido por eso; no admite que el alma pueda vivir la vida de Dios y la del mundo. “Aún para las que viven en el mundo no habrá salvación si no se desprenden de las cosas que parecen buenas y que se pueden utilizar”. Su mística es: sí o no.
“Si quieres llegar a la perfección has de sacrificarte”. “No esperes nada. Has de tener delante tuyo una cruz desnuda sobre la cual has de subir, para ser crucificado y muerto con Cristo”. Para seguir la senda de perfección, de la Renuncia, el alma se tiene que desprender de todas las ataduras, aún espirituales: devociones, prácticas espirituales que le gustan, consuelos interiores, modos de meditar, y únicamente ha de amoldar su vida a esa renuncia absoluta de todas las cosas. Cuando ha hecho este trabajo interior, cuando se ha despojado de todo, entonces tiene derecho a permanecer a los pies de Cristo para ofrendarse, para ser lavada en la sangre de Cristo y lavar con esa sangre a la Humanidad.
La iluminación viene después de la renunciación absoluta; la iluminación no es de gloria sino de dolor; da fuerza para resucitar, sublima cada vez más para ofrendar el dolor para la salvación de la Humanidad. La Unión es la Muerte Mística.
A sus hijas les dice: “No desee nada ni quiera nada; esté usted como muerta y crucificada”.
Los grandes seres se encuentran a pesar de las grandes religiones y conceptos. Dice lo que dicen los místicos tibetanos: “...sea un montoncito de ceniza a los pies de la cruz. Usted se lavó con la sangre de Cristo, se purificó con los padecimientos del Salvador, no queda su cuerpo, su ser, nada de usted, ni sus afectos. Que no quede nada más allí sino un montón de cenizas. Padecer, ser despreciado, ser abandonado de todos. Aún más, ser pisoteado de todos. Ese es el gran bien, el único bien”.
Esta es la mística de Pablo de la Cruz, tan parecida a la del Hijo Ordenado, con el espíritu de desapego que han de practicar los Hijos.
“Aún en lo exterior ha de ser usted mortificada”, dice a sus hijas. No sólo visten de luto; no pueden llevar nada blanco, ni un cuellito. “No sólo vestir de luto exteriormente, sino también interiormente: nada ve, nada oye, nada escucha; no quiere que nadie se le acerque”.
Estar siempre de duelo; ésa es la misión de los Hijos de la Pasión.
En un pasaje de una carta que escribió a una hija, la primera Superiora de las religiosas pasionistas, dice: “¡Qué gozo es poder padecer sin tener consuelo ni del cielo ni de la tierra! Tenga en gran estima padecer y dele gracias por ello a Dios. Ofrézcase frecuentemente como víctima de holocausto al Señor sobre la cruz, y allí acabe de morir en Cristo con aquella muerte mística que lleva consigo una nueva vida. Vida de amor, vida deífica; poder estar unido por la caridad al sumo bien, en el que se esconde la más preciosa perla de amor. Sea su vida un puro padecer. Yo no dejo ni dejaré de rogar al Señor según sus intenciones -le escribe cuando ella estaba muy afligida- pero quisiera que no ponderase tanto sus pequeños trabajos y sacrificios. El verdadero y puro amor de Dios hace siempre parecer poco todo lo que ofrecemos al Altísimo. Usted todavía no está muerta del todo y, sin embargo, el Buen Dios con los padecimientos que permite que usted sufra, pretende que muera usted de verdad; mas le da de sufrir para que muera con muerte mística a todo aquello que no es Dios, y que se porte como muerta: sin lengua, sin oído y sin ojos; y así como un muerto cuando se le ha sepultado es hollado por todos, así usted, como si estuviera muerta y sepultada, déjese pisotear y convertir en abyección y oprobio de la gente”.
“Me alegra saber que su nuevo director la trata con aspereza. ¡Oh, qué buen amigo ha de ser éste de Dios que quiere darle los últimos golpes de mano a la estatua y embellecerla para la galería del cielo!, y por eso no permite que quiera darle ningún consuelo sino que emplee el cincel más fino y cortante para pulimentar bien la estatua”.
“¡Oh, qué excelente! Aprovéchese pues de tan preciosa ocasión, déjese mortificar, reprender, tratar con toda severidad y aspereza y procure portarse siempre como verdadera sierva del Señor: siempre callada, siempre humilde y rogando a Dios que no le prive de ese instrumento de dolor hasta que no esté terminada la obra que Él quiere hacer con usted”.
En esta carta se puede apreciar el espíritu místico de un maestro de la mística del corazón y la renuncia.


Enseñanza 9: Automatismo Liberador de la Renuncia

La Renuncia mata al hombre para que el hombre viva.
Los hombres del mundo que miran a las almas que renuncian tienen duras expresiones para con ellas. Cuántas veces se han oído expresiones como éstas cuando se refieren a las almas generosas que han dejado el mundo: “Así es fácil ir a Dios, abandonándolo todo. Más se gana estando en el mundo, haciendo frente a la vida que huyendo de la vida. La ley de la vida está hecha para realizarla y no para suprimirla”.
Todas esas son las palabras del mundo, pero las almas que han renunciado les preguntan desde su lecho de muerte: “Y ustedes, ¿qué hacen?, ¿están vivos acaso?” Por eso es bueno que los Hijos, que están muertos, vayan un momento al mundo para ver si ellos están vivos.
El hombre del mundo, ese hombre que tiene vida, ese espíritu encarnado que se cree dueño de la tierra, que cree manejarlo todo, está realmente muerto. Pueden muy bien los Hijos levantar los ojos al cielo y gritar: “¡Dichosa muerte que me has dado la vida, que me has sacado todo lo que para los hombres es vida y me has dado la vida del espíritu, del alma, de la claridad!”
Los hombres están muertos, dormidos profundamente; son autómatas que marchan. ¿Es acaso ésta una comparación o una metáfora? No, es una gran realidad. Basta mezclarse con la multitud, ir adonde hay varios hombres reunidos, para darse cuenta de que esto es verdad. Si se observa a la gente que va por la calle se la ve tan distraída, tan lejos de todo, que podría venir alguien a darles un golpe en la cabeza y dejarlos muertos sin que se den cuenta. Las preocupaciones, las pasiones, cualquier movimiento interior se expresa en ellos. Son verdaderamente autómatas. Si alguno levanta un dedo es como si a todos les hubiera tocado un resorte; empiezan a reunirse todos a su alrededor. Son como las hormiguitas que van adonde la primera hormiga traza la línea.
Los hombres son autómatas porque no viven la vida del espíritu; no como devoción, sino como realidad; no tienen autocontrol, no saben mirarse a sí mismos desde las alturas de su personalidad superior. Van pensando según la mente que actúa en ellos en ese momento: la instintiva, la racional, la emocional y así sucesivamente. No viven en su totalidad; siempre hay unas vibraciones determinadas de los compuestos del alma que actúan en él. Se puede decir que el hombre nace y muere muerto, que muy pocas veces tiene la verdadera posesión de la vida, de lo que él es. En una palabra: ¿qué es lo que le da vida al hombre? Sus instintos, sus pasiones, los choques, las reacciones, las acciones. Es como si fuera una persona semiciega que hay que encandilarla para producirle una reacción.
Cuando una persona dice una frase, una palabra, adquiere un conocimiento, todo el mundo lo repite. No hay esa expresión del pensamiento individual; los pensamientos son genéricos y colectivos. Es un pensamiento que se va repitiendo sucesivamente. Aún anteriormente, si bien el hombre siempre fue esclavo de sus varias mentes, había un momento en que existía un vislumbre de la mente intelectual. Pero ahora, ¿por qué va a pensar si hay alguien que piensa por él? Es fácil memorizar y repetir, hacer el análisis, adquirir el conocimiento y exponerlo según lo que otro le ha dejado. En una palabra: se vive verdaderamente en el mundo del nombre y de la forma, que es lo único que impresiona al hombre. Las sanciones no pueden sino determinar las cosas: nombre; y estas cosas no se distinguen sino por su tamaño y apariencia: forma. Esa es la vida del hombre.
El hombre establece la diferencia a través del nombre y la forma y dice: esto es una mesa, etc. Pero esta separación tan ilusoria y al mismo tiempo necesaria e ideal para clasificar las cosas, no hace que él piense: si saco el vidrio al reloj, luego las agujas, desarmo la máquina, ¿dónde está el reloj? No tengo nada más que piezas. Si las tomo y las fundo no queda sino un elemento, y si después ese elemento vuelve a ser fundido, no queda más que una única sustancia. Pero para él, el reloj es la campanilla y no sabe tener la idea fundamental de que todos esos elementos están constituidos por un elemento absoluto.
Esta separación de creer que uno es tal o cual cosa hace que nazca el gran egoísmo del mundo; los hombres viven allí agarrados a una soga sin darse cuenta que hay una potencia que está tirando a la derecha y a la izquierda de esa soga, y cuando la soga se quiebra el hombre cae en el abismo de su propia miseria. Cree que hay algo que puede sostener su personalidad, y ese algo es lo suyo, su egoísmo. Eso es tan falso e ilusorio que es la causa del mal del mundo. No viven; viven la ilusión, poseen el egoísmo, creen que son un ser separado de la Humanidad, y como no es así siempre vuelven a las guerras y destrucciones.
¿Por qué las guerras se repiten continuamente? ¿Por qué mañana habrá otra guerra, cada vez más grande? Porque el hombre sólo piensa en defender lo suyo; cree estar seguro si huye hacia donde no hay guerra y se salva. Pero ese pensamiento es tan ilusorio que es como si hubiera abierto una brecha en él mismo, porque en realidad el hombre es un conjunto y todo lo que padecen los demás repercute en él; y si hay guerra él tiene que participar. Si cree que no participa es el ser más tonto que existe; su egoísmo le hace creer que está a salvo. Aún si se hundiera en la tierra hay una fuerza y una corriente que lo une con todos los demás seres del mundo, con todas las cosas creadas. Esa es la única verdad que no quieren reconocer los hombres; viven actuando según la mente que se expresa en ellos. Piensan con la médula, viven medularmente, según los incentivos de una parte instintiva del cuerpo, pero no viven en realidad.
Es necesario morir para vivir; darse cuenta de que no se es un yo como personalidad, sino un yo como una individualidad que se expande y se une con todo el universo.
Dichosa muerte la de la Renuncia que da la vida, la verdadera vida, la única, la vida del Universo y de la expansión.
Los hombres tildan de cobardes a las almas que han renunciado. Dicen: “Son personas inútiles para la sociedad, tienen miedo a la vida, a caer en la tentación, a no ser fuertes para resistir las miserias del mundo. Además, ¿qué hace esa gente? No hacen nada; son parásitos, absolutamente inútiles”. Se podría preguntar a su vez a esta sociedad que llama inútiles a las almas consagradas qué es lo que hacen ellos, cuál es la gran obra que realizan. ¿Acaso las grandes obras del mundo, las de la ciencia, porque es la ciencia la que trae los adelantos y transformaciones, las hacen los hombres del mundo? Si se mira un poco se ve que no hay un solo ser que escape a esta ley viviendo en el mundo; los grandes seres que hacen algo huyen del mundo, son enemigos de la sociedad, misántropos. Einstein, por ejemplo, como modelo de ellos, era un verdadero Ordenado, un hombre que no tenía el más mínimo sentido de lo que era sociedad, un hombre que cuando fue grande y tuvo que ir a una fiesta se olvidó de vestirse de etiqueta y apareció en pijamas. De niño todos creían que era tonto porque huía de los demás niños. ¿Por qué es tonto para el mundo un hombre sabio? La vida de este hombre es una maravilla: su matrimonio es el de un Ordenado. La primera vez se casa con la compañera de trabajo porque lo ayuda y lo asiste. La segunda vez es porque ella lo cuida en su enfermedad. No hay nada de mundano en ese hombre.
Pero los que viven en el valle son pobres parásitos que dicen: yo hago esto o aquello, y no hacen más que vivir de lo que los otros le han dado con su sacrificio. Todas las personas que se distinguen un poco en el mundo no son personas sociales: huyen del mundo, le tienen horror al mundo. ¿Cuáles son los grandes hombres al día de hoy? Los artistas de cine, los jugadores de fútbol y los campeones de box; ésos son los grandes hombres que produce la sociedad.
Ellos no producen porque aquél que no está verdaderamente vivo, que no puede elevarse por encima de sus mentes y tenerlas en su puño no puede hacer nada para la Humanidad. Además, la historia demuestra que todos los grandes adelantos han salido de los conventos, de los claustros, de los retiros, de los ashramas de la India, de los monasterios del Tibet. Aún el hombre más grande que hemos tenido en los últimos tiempos, Gandhi, no era más que un Ordenado: enseguida que terminaba una conferencia pública corría a esconderse en su monasterio familiar, en su comunidad. Es bueno hacer la comparación de qué es lo que hace el mundo y qué es lo que hace en realidad el alma ordenada.
Es muy importante saber que al haber huido del mundo, renunciado, muerto, no se ha perdido absolutamente nada de lo que se creía perder. Se ha dejado todo: posición, familia, sociedad, todo lo que el hombre llama felicidad de expansión de vida, de hogar; los bienes que podía proporcionar el mundo; pero, ¿se ha perdido algo acaso?, ¿la personalidad? Parece que la vida del Hijo es esclavitud. Cuántas personas dicen: “Es una vida de obediencia, no se casan, no pueden ir a ningún lado, no hacen nada más que atrofiar su voluntad; son voluntades dirigidas”. Pero estos hombres que dicen esto son aquellos que no pueden vivir sin fumar, tomar, sin el vicio secreto; son víctimas de los caballos, de los azares, de todo. Ellos son libres: “libres de pies”.
Lo importante es saber que el día que se ha dejado todo, mente, corazón, voluntad, y que de verdad se cree haber abandonado todo, se ha encontrado todo, porque se ha transmutado la personalidad, y el egoísmo se ha transformado en egoencia.
El hombre es un conjunto, un compuesto, no es perfectamente simple, puro. Si fuera la perfecta simplicidad, la pureza, la perfección, no podría tener karma, estaría unido con Dios.
El hombre es un compuesto. A través del desenvolvimiento de las ideas, desde que Dios creó todas las cosas, el ser humano ha ido adquiriendo experiencia, pero esta experiencia, estos dolores, fueron porque cada vez le han traído más complicaciones.
El hombre piensa de muchos modos porque cambia continuamente: cuando tiene hambre piensa con el estómago; cuando está lleno de orgullo y vanidad piensa con su garganta; cuando es movido por el amor y los sentimientos piensa con la mente cerebral. Pero éstos son compuestos. El hombre no piensa con la mente única, divina, la que lo maneja todo. Ningún médico ha podido decir lo que es la glándula pineal. Pero allí está el asiento de la pureza de la mente. En la parte más secreta del corazón está la mente emocional más pura. Esa mente cerebral y la mente emocional responden a la mente verdadera, directriz, formada por átomos tan sutiles que el hombre todavía no conoce; pero ésa es la mente que lo dirige todo, está en la arena de la potencia cósmica, da un poco de luz.
El hombre, para ser tal, ha de pensar con ella, subir allí, salir fuera de sí y pensar: “Pero, ¿por qué no hacemos la prueba de salir fuera de nosotros y mirarnos un poco; ver qué pienso ahora y qué respondo yo a esto? ¿Por qué tengo ahora estos cambios repentinos, cambios de idea, de emoción? ¿Por qué, por ejemplo, el apetito o el cansancio tienen un poder tan grande sobre mí, que me hace olvidarlo todo? Eso es egoencia. El ser que muere al mundo tiene la vida verdadera: la renuncia de la voluntad tonta, personal, viciosa, hace que el hombre adquiera ese poder de pensar poco a poco y se vea con la mente directriz.
También el Hijo aspira a esa vida del espíritu porque aún se actúa como autómatas, pero su esfuerzo continuado -éste es un don de la vida de Renuncia-, le obliga a despertar, a salir fuera de sí mismo, a razonar y pensar con esa hermosa mente. Es bueno hacer la prueba durante el día y observarse. Decir: “¿Qué estoy pensando ahora? ¿Qué mente es la que actúa en este momento: la del estómago, la de los pies? ¿Cómo es que tengo que hacer lo que ella me dice y no la conozco; me llama, bailo a su compás, y no la conozco?” Eso es egoencia: conocerse, mirarse, controlarse continuamente. Entonces el ser adquiere otro yo.
Leyendo a Sor Isabel de la Trinidad se puede pensar: “Esta bendita religiosa es una gran santa, pero continuamente habla de su vida espiritual, de lo que ella hace frente a Dios. Nunca nombra a la Humanidad; si habla de una persona es a través del afecto que ella le tiene. Todo desaparece, es como si su vida estuviera reducida a ella misma”. Pero no es así. En esa consideración de sí misma ella sube al yo superior.
El ser mata al yo, pero no adquiere el dominio sino a través de su yo verdadero. Por ejemplo: el hombre es rodeado por el aire; él toma aire con los pulmones, pero no sabe cómo se transmuta. Si conociera el punto en el que el aire se transforma en su aire, el punto álgido, entonces sabría el secreto de la respiración. Es el momento en que el alma reconoce a la Eternidad.
No es posible lanzarse a la Eternidad como quien se lanza al vacío porque entonces sería una aniquilación, como creen algunos que practican el budismo. El ser sube a su yo superior, pero su personalidad divina siempre se reconoce en su verdad. Es necesario que el hombre mate a su yo y se asiente en su conciencia superior.
No es necesario concentrar la voluntad sobre un espacio infinito; eso es perderse. Hay que concentrarse en ese punto divino, en el espíritu, en la egoencia, y desde allí se podrá asentar el pie para mirar la propia naturaleza y el Universo. Allí está ese divino don de autocontrol.
El horario, la obediencia, los Votos, la observancia, ayudan a que se controle la mente para salir fuera de las mentes inferiores y vivir en ese punto egocéntrico. Para adquirir el hábito de permanecer allí y no perderse en las distintas mentes es bueno autofotografiarse, algo que el hombre nunca hace. Por ejemplo: Si hace un trabajo se imagina de un determinado modo, pero no es esa la imagen real. Si uno se mira en el espejo del agua ve que no es como se había imaginado. Aún si se saca una foto nota que creía ser de un modo distinto. Cuando es fácil perder la autoconciencia, cuando no se está en los propios quehaceres, cuando se está comiendo, es bueno decirse: “Ahora me voy a sacar una fotografía mental para ver qué papel hago”. Este es un ejercicio muy útil e interesante. Se tiene una tentación, se saca la autofotografia y después se la archiva en el subconsciente. No hay que hacerse la fotografía ideal ni querer verse lindo, sino sacar los puntos feos: ésa es la fotografía que hay que archivar; ésa es la que ven los hombres del mundo. Lo que se dice de las fotografías de los demás, se puede decir de sí mismo. Es bueno mirarse en el espejo de la ropería para ver cómo se es en realidad. Y cuando las mentes quieren hacer la ilusión de lo que no se es, decir: “Ya te conozco”, y volver al trono real. Para eso se ha muerto al mundo, para estar allí y desde allí controlarlo todo.
“Siéntate, oh reina, a la derecha del Rey, en el trono, para que veas todos los vestidos de variados colores que te han sido presentados como regalos de boda”. Los vestidos de variados colores son las mentes. El trono es el punto en que el Rey ha colocado al espíritu.
El alma está destinada a la liberación, a salir fuera de la maraña tremenda de las mentes. Dicen que la raza futura ha de adquirir la egoencia, ese concepto único de la existencia del ser.
Los hombres creen hacer algo y no hacen nada; existen pero no responden más que al impulso del karma colectivo. La raza aria es la de los pares de opuestos, que son los que la lanzan de un punto a otro, pero se tiene la esperanza de que la nueva raza que ha empezado traiga a los seres la luz de la verdad.
La muerte mística lleva a la verdadera vida, que no empieza ni termina, que no tiene muerte ni nacimiento. Se espera que esta nueva raza sea así, pero mientras los seres no renuncien, ¿cómo podrán despertar a la verdadera vida?
Hay al día de hoy un tratamiento para las enfermedades mentales que responde a nuestras enseñanzas: el shock eléctrico. A las personas que han perdido la luz de la razón el shock eléctrico, es decir, un golpe astral formidable, las vuelve a traer al sentido normal de las cosas de la vida. Sería como el shock que se debe aplicar a todos los seres para que despierten a la vida. A los que no han renunciado es con shocks, con golpes, que se les despierta. Todos los seres del mundo necesitan unos cuantos shocks.
Estos no son castigos de Dios, o que Dios sea cruel; no son más que el fruto de la miseria, del karma; es necesario que las fuerzas cósmicas actúen sobre la Humanidad a golpes para que ésta abra los ojos.
Ha empezado ya la nueva raza, pero la Humanidad vive en la oscuridad de las mentes. ¿Cómo despertará ahora? ¿Será por un conocimiento divino o por la gracia del Maitreya, o por la guerra que arrasará toda la tierra? Esa es la pregunta que el Hijo se hace todos los días y que atormenta las almas de los maestros espirituales que viven sobre la tierra; golpea el corazón de las almas que tienen que educar a la Humanidad: ¿Cuál será el golpe que les espera a los hombres dormidos y ciegos? ¿Qué se puede hacer para atenuar ese golpe tremendo y espantoso? Una guerra futura será fulminante; en pocos meses todo será destruido por la guerra o por la desesperación colectiva y la psicosis. ¿Es posible hacer algo para atenuarla? Si bien la Divina Providencia no permite que se entre en el velo que cubre al Maitreya, se sabe, sin embargo, que cuanto más almas haya que cumplan la Renuncia, que vivan la vida del espíritu, más se podrá ayudar a la salvación del mundo.
¿Qué esperan entonces las almas para hacer de sus Votos una verdad contundente que se transforme en verdaderos golpes que despierten a los hombres? ¿Por qué no se ofrendan, no tienen aún la fuerza espiritual suficiente para que muchas almas entren en los monasterios, se aparten del mundo, entren en la religión que sea, que se ofrenden a Dios, que vengan a Ordenarse, que despierten muchos Hijos a la luz y perseveren en el camino de la Renuncia? Porque al día de hoy no hay nada que detenga la destrucción; el material preparado es tan grande que si se supiera se moriría de temor. Los demonios lo tienen todo preparado; ellos son los anticristos, y no hay más que un grupo de almas que pueden detener la destrucción.
Por eso, ¿qué puede hacer el Hijo si no vivir puramente en su mente espiritual, y desde allí ser como almas que levantan sus manos al cielo para que vengan otras almas y se ofrenden con ellas para la salvación del mundo?
El alma consagrada tiene la vida del espíritu que no nace ni muere; si Dios quiere llevar sus vidas, ¡qué importa! Con tal que se salve la Humanidad, que no sufran tanto los seres con sus miserias. Y aún en el sentido de los hombres, ¡quién no tiene un hijo, un padre, un amigo! No se puede permanecer indiferente. Aún por un sentido egoísta tendrán los seres que reconocer esta verdad.

Enseñanza 10: Los Bienes de la Renuncia

Dice el Evangelio: “El que dejare casas, hermanos, padres, esposa, hijos, tierras, por amor a Mí, recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna”.
Dice Jesús a sus discípulos: “El que ama su vida la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo la ganará para la vida eterna”.
He aquí, en pocas palabras, resumida toda la Mística del Corazón, de la Renuncia.
Renunciar, dejarlo todo, abandonar el mundo, los afectos, la personalidad, el egoísmo, y morir para seguir la senda de Dios es perderlo todo en realidad, pero por una divina ley de sucesión, todo lo que se ha dejado no sólo dará al alma aquel divino estado de liberación interior, sino que la hará apta para la misión que ha de cumplir en el mundo. Sus manos estarán llenas de tesoros para dar, “centuplum accipietis et vitam aeternam possideveris”.
El Hijo, al abandonar el mundo y dejarlo todo ha depositado todo en manos de Dios, y ése es como un banco divino que da un interés insospechado, no para él sino para la Humanidad.
Pidieron un día al emperador Otón la gracia de vida para uno de sus nobles caballeros que había cometido un gran crimen, pero dijo: “Esa es una falta muy grave y el emperador no lo puede perdonar; sería debilidad”. Como daba la casualidad que esto pasaba cerca de la ermita de San Romualdo, los caballeros amigos fueron a ver al Santo y le pidieron por la vida de ese desgraciado caballero. Romualdo le pidió así al emperador y éste lo dejó en libertad. Le preguntaron entonces cómo era que había escuchado la voz de ese santo hombre, y él dijo: “Él puede hacerlo, yo no; él tiene la palabra de Dios, tiene en sus manos las leyes de Dios. Es mucho más grande que yo, y si pide es porque es necesario perdonar, salvar y dejar vivir a este hombre”.
Siempre es así. Los hombres de Dios lo pueden todo si son verdaderamente hombres de Dios. Muertos al mundo, tienen una riqueza que no es de este mundo.
Es notable lo que dice la poetisa hindú Naidú, discípula de Gandhi: “Nuestro padrecito lo ha dejado todo y es absolutamente pobre; pero, ¡cuántas riquezas materiales tiene en sus manos para repartir! Nadie puede imaginar todo el dinero que pasa por esas manos para mantener sus obras. Cuesta mucho dinero mantener a nuestro padrecito”.
En realidad, las obras de Dios están verdaderamente asentadas en un trono real desde donde disponen de los tesoros del cielo y también de los de la tierra. No sólo “centuplum accipietis” sino “vitam aeternam possideveris” también.
Es siempre una gracia dada únicamente a los que se dedican a la Renuncia: poder hacer cosas extraordinarias que no pueden hacer los demás hombres del mundo. Y los Hijos, que son como hormiguitas en una obra recién instituida, los últimos llegados al servicio de Dios y de la Humanidad, cuando iban a empezar su obra oyeron decir: “Eso es locura; ¿de dónde sacarán tanto dinero para realizar esos proyectos?” Pero la Divina Providencia da siempre las rentas necesarias para las obras de la Renuncia.
Los hombres tienen que hacer sus cálculos: comida, vestido; tanto para esto y para lo otro; pero no los Hijos de Dios, porque viven en Sus Manos; cuando necesitan van y golpean al Banco de la Eternidad: la Madre siempre tiene algo bajo el manto para darle a sus Hijos; algo que ellos no han visto ni se han dado cuenta que existe. No sólo provee a las necesidades espirituales, sino también a las materiales.
Así ha sido en la historia de todos los tiempos. Siempre las obras de Dios han hecho lo imposible, lo irrealizable.
Hay en el mundo un hecho místico que es digno de toda consideración y respeto: la mística israelita. Todos los pueblos están destinados a nacer, brillar y terminar. Por grande que sea un pueblo, hace un ciclo y luego desaparece. Pero este pueblo que ha transmutado su poder material en un poder de amor y veneración a Dios, no muere. Puede ser que muera ahora que ha vuelto a tener tierra, pero hasta ahora no ha terminado.
¿En qué consiste la mística de este pueblo, no del pueblo en general, sino de sus más altos exponentes? Transmutan su tierra en una tierra prometida. La Biblia enseña que ellos no tienen tierra; se asientan sobre una tierra ideal; no la del hombre, sino la de Dios. Moisés los llevó por cuarenta años errando por los desiertos y los bosques buscando dónde asentarse. Forman una ley sin tener tierra. Cuarenta años apoyándose sólo en una promesa del cielo. Desde entonces empezó a desarrollarse su mística de desprendimiento. Los vemos perseguidos hasta en su cautiverio en Babilonia. Es la mística del pueblo sin tierra que se asentará sobre la fe, la promesa de Dios, lo que Dios quiere darle mañana. Es la mística del renunciamiento, del dolor, de lo Eterno.
“Allá, en las orillas de Babilonia, nos hemos sentado para llorar recordando nuestra tierra perdida, y si no llorara, no hiciera luto, que mi lengua se pegue a mi paladar, que se destroce mi cerebro contra una piedra; sea yo maldito para siempre”. Es la mística del dolor, de la desesperación; no tendrá templo, ni patria, pero a través de los siglos ese templo perdido le traerá una mística más grande: la del renunciamiento y del dolor.
¿Cuál era el único deseo, la aspiración de estos eternos andariegos del mundo, sino volver a morir a su tierra? La suya es una mística del duelo, del dolor, de ser siempre perseguidos en todas partes, de no poseer tierra, de ir caminando de un lado a otro.
Esta mística de desprendimiento, aún en el sentido material, trae una fuerza que no es de este mundo. A través de los tiempos estas personas adquieren un estado magnético, económico. La economía cae en sus manos. Parece mentira pero es así; el dinero se movía en sus manos porque sólo ellos sabían manejarlo, porque sabían como era estar en el mundo sin tener una tierra donde asentarse, donde decir: ésta es mi casa, mi patria, el lugar que Dios me ha destinado en la tierra.
Hay como una recompensa astral que surge para aquellos que no poseen nada. Eso no es más que una comparación, por supuesto, pero la realidad es que la mística transmuta el desprendimiento en una posesión que en este caso, ahora, es uno de los grandes peligros del mundo, y puede ser un factor de destrucción o de salvación.
Siempre aquél que no tiene y confía en Dios, aquél que lo ha perdido todo, se resigna y transmuta ese dolor y esa pérdida en una ofrenda superior, en una misión celestial; adquiere un poder y una fuerza que no tienen los otros seres del mundo.
Otro factor económico que es un peligro hoy en el mundo, es el eclesiástico. Las instituciones de esos hombres que han renunciado son las más ricas del mundo.
¿Cómo puede ser que todas las riquezas están en las manos de los hombres que lo han dejado todo? “Centuplum accipietis”. Aquél que se basta a sí mismo puede dormir en cualquier lado; siempre le basta la misma ropa para vestir; adquiere una potencia que no sólo es espiritual, sino que también es material.
Aunque les fueran destruidos todos sus bienes y los sitios en donde viven, nadie puede tener la fuerza de aquellos que han renunciado y todo lo han dejado: seres que no miran lo que han de comer, que saben bastarse a sí mismos en todas sus necesidades, que saben hacer desde los trabajos más pesados hasta los más delicados, ser obreros si es necesario; las almas consagradas siempre tendrán de sobra para vivir; unidas son invencibles y el pan nunca les ha de faltar. Aún cuando se encuentren en un desierto, siempre habrá una que guíe a las otras, y si alguna no puede caminar habrá otra que tendrá fuerzas para llevarla, y esa hermana, sostenida por ese trono, verá alrededor y las dirigirá y les enseñará; y la que sufre el frío será cobijada por las que no lo sienten. ¿Para qué quieren estas almas los bienes del mundo? Ellas no los quieren, y, sin embargo, estos vienen igual como el agua hacia esas almas.
¿Qué pasa con las instituciones que acumulan las riquezas, con los trusts judíos, con las instituciones eclesiásticas católicas, que juntan tanto poder? Ese mismo poder las aplasta.
La única fuerza del Hijo es tener ese céntuplo, pero para darlo, no para hacerse rico. Él podría ser rico muy fácilmente; no hay nadie en el mundo que tenga su poder de renuncia para juntar bienes materiales, pero eso después serviría para aplastarlo. Una vez que tiene casa, ¿para qué juntar más? Hay que repartir. Hoy no se puede hacer la misma caridad que ayer, cuando se tenía la mitad de recursos materiales: hay que dar el doble. Dar continuamente, porque, ¡pobre de los Hijos si juntan riquezas que después sus brazos y sus hombros no podrán sostener! Éste es el único modo de enriquecerse con riqueza santa y buena: dejarlo todo. Así se puede dar a los demás y nunca faltará nada para hacer la obra, nunca.
Esas grandes instituciones, ¡cuánto bien podrían hacer! ¡Que no acumulen lo que tienen que repartir entre los pobres seres del mundo!
La Renuncia da la libertad, la verdadera libertad del espíritu; pero no sólo eso, pues ese sería el egoísmo espiritual, el más grande de los egoísmos. Ese bien que se ha recibido espiritual, mental y materialmente, sólo tiene valor cuando se lo reparte entre todos los hombres.
Esto no es sólo en el orden material; el Hijo sabe mucho más que los hombres por su tipo de vida. Tiene posibilidades infinitamente mayores y su caudal de conocimientos es muy grande.
El poder de los Hijos es muy grande pero... ¡la Renuncia es para la Humanidad!

Enseñanza 11: El Valor Único de la Renuncia

La Renuncia, al desechar los valores establecidos, es creadora de nuevos valores.
Si el alma abandona el mundo completa y totalmente, si muere al mundo, es porque en el mundo no ha encontrado la solución a su problema íntimo frente a la Humanidad, al Universo, es porque la moral de los hombres no ha podido satisfacer a su alma, a su vida interior. Renunciando, entonces, este ser hace un acto de fe, de protesta, en contra de todos los valores establecidos, y con este acto heroico de abandono del mundo y de renuncia se hace acreedor de nuevos valores.
La Renuncia es, sobre todo, la Verdad; pero esta Verdad que se puede vislumbrar con el acto heroico de abandonarlo todo, no quita del ser la ignorancia. Porque la ignorancia es el mal absoluto, es el mal de todos, es causa de todas las muertes y de todos los dolores. Sólo un recto modo de vivir, pensar, obrar, hará que el hombre pueda vislumbrar poco a poco y vivir en esa Verdad que ha intuido con su acto de renuncia, de desapego, de desprendimiento. La ignorancia del hombre va unida a él tan íntimamente que parece su misma vida; porque el hombre trae consigo como resultado de sus vidas anteriores no sólo todas las posibilidades, sino también todas las deficiencias.
El ser tiene en sí unas posibilidades grandes de conocer la Verdad, pero no sabe utilizarlas, manejar esas fuerzas internas. Está acostumbrado por su limitada constitución, por su actuación anímica, a ver las cosas de un determinado modo; es un aparato no perfeccionado todavía. Esa es la primera causa de la ignorancia del mundo. Además, el hombre conoce todas las cosas por limitación y parcialmente, y esta limitación y parcialidad hace que continuamente actúe como si ésa fuera la Verdad, deduciendo entonces una continuidad de actos no correctos producidos por la ignorancia; y la ignorancia más grande del mundo es la persistencia en sus errores, en su verdad relativa, porque cree saber la Verdad pero al no poseerla totalmente no está en la Verdad. No hace nada más que reflejar actos ilusorios que no son perfectos, integrales. Únicamente la Verdad puede poner al hombre en conocimiento, aunque momentáneamente fuera ideal, de su lugar en el mundo, de su dependencia en el Universo, de sus obras, de sus acciones. En una palabra: le dará el conocimiento de que es un ser integral y universal. Todas las cosas que tienen en sí una limitación, una especialidad, una dependencia, no encierran consigo la Verdad, sino parcialmente y la verdad parcial es siempre ignorancia.
Pero la Renuncia no da sólo este bien de Verdad, sino esa predisposición del alma para recibir la Enseñanza. El hombre la recibe continuamente, la Enseñanza es como el devenir que fluye continuamente; pero al vivir dentro de la limitación la Enseñanza llega a él completamente oscurecida, desfigurada. Que salga el hombre fuera de sí mismo y mire la inmensidad del Universo, la única fuente de todo lo creado es el devenir, y entonces enseguida tendrá un punto de vista distinto. Que rompa los lazos de su egoísmo, de creerse como único objeto de la existencia, y enseguida cambiará el panorama del conocimiento. Eso es fundamental y no se puede lograr sino con la Renuncia, deteniéndose un momento en la pendiente que lleva al abismo y diciendo: “No, mi camino es el otro”. Basta ese instante, ese momento, ese punto muerto para tener un concepto de lo que se es y ver las posibilidades para el futuro; es preciso abrir la ventana del alma. Esto, que es primordial, hace apto al ser para recibir la Enseñanza. Tiene así una disposición que sólo el desapego, la indiferencia, el abandono de las criaturas propias y personales lo pone en contacto con la Enseñanza, con la Verdad.
La Enseñanza, entonces, penetra en la mente, instruye al corazón. En un solo instante cambia todo el modo de vivir, de ser.
Pero esta eterna y divina Enseñanza que fluye para todos los hombres de buena voluntad que quieren recibirla, es dada a los Hijos de Cafh para que sólo ellos la comprendan y posean. Quiere decir que no sólo la Enseñanza es dada al Hijo, sino que él tiene una disposición característica para recibirla; no para recibir una enseñanza falsa filtrada a través del apego y la ignorancia, sino para recibir la Enseñanza que llega a las almas de buena voluntad.
Uno de los grandes dones de la Renuncia es la posibilidad de recibir la Enseñanza integral. A veces resulta oscuro decir que los Patrocinados, los Solitarios, reciben tanto, y que los Ordenados reciben la Enseñanza integral. Esto es una alegoría de la verdad porque el hombre que no ha renunciado, que no se ha puesto en esa disposición amplia, libre, desapegado de todo, no puede recibir la Enseñanza. La recibe, pero llega a él filtrada. Eso puede pasarles también a los Hijos; tienen la posibilidad de recibirla pero depende de ellos, de su disposición sentimental, anímica, de si se abren completamente.
No se puede recibir la Enseñanza si continuamente se tiene cerrada una parte de sí mismo; es necesario haber renunciado completamente a todo; entonces la Enseñanza es integral. Ese es el significado de la Enseñanza.
Esta disposición, completamente contraria a las disposiciones del hombre del mundo, hace que la Enseñanza Divina de todas las épocas, de todos los grandes maestros y enseñantes llegue al Hijo. Es la voz de los Maestros, del más allá. Esta Enseñanza Divina, sublime, que tendría que abrir la mente del Hijo para que todo el conocimiento llegara a él, es su herencia, su bien, su posesión. Llegará a él integralmente, sin velos, sin que nadie se la oculte, según haya quitado los velos de su interior, las adherencias pegadas a su alma para ser como una tabla rasa, un alma completamente simple, sin compuestos.
Esta divina Enseñanza también le ha sido dada a Cafh como una herencia. Cuando se habla de las enseñanzas que han dejado los Santos Maestros, los Hijos se hacen la idea que son papeles escritos. La Enseñanza de los Maestros fue dada: llegó desde la lejanía de los tiempos. Siempre los Maestros han dado la Enseñanza a aquellos que han querido recibirla. Algunos fragmentos se encuentran en los textos sagrados, los que los hombres han transformado en ídolos; en los libros de los Vedas, Los Upanishads, en la Biblia, están escritas las Enseñanzas verdaderas de los Maestros; y los Hijos de Cafh, desde luego, también han recogido esta herencia.
Entonces, la base principal de las Enseñanzas es el conjunto de las Enseñanzas universales que fueron dadas a todos los hombres de buena voluntad. No quiere decir que estas Enseñanzas tengan que ser recibidas a pie juntillas; ellas no son nada más que verdades que se han transformado en una palabra para que el hombre las tome y las medite, para que vuelva a ponerse en la presencia de Dios, a encontrar el verdadero significado que ellas representan. Las que Cafh tiene en textos, como tienen todas las religiones y filosofías, no es dogma, es lo que han enseñado los grandes seres; el Hijo tiene que considerarlas y hacerlas suyas. En una palabra: es la Enseñanza universal, primera, verdadera. Estas Enseñanzas constituyen también un capital para Cafh, una herencia, porque se ha visto que hay en los Hijos tendencia a no saber distinguir las Enseñanzas.
El mal es éste: se tienen muchas Enseñanzas que son comparativas, enseñanzas que se encuentran en las grandes religiones, y se cree que esas son únicamente Enseñanzas de Cafh. Eso no es así, las tienen todos los hombres; una filosofía lo dice de un modo y una religión lo dice de otro, según el matiz con que lo miren los hombres. Cafh las explica con su modo característico según la han escrito los Maestros de Cafh.
Pero además de esta Enseñanza universal, Cafh tiene su Enseñanza individual, que los Maestros han dado exclusivamente para los Hijos; es decir, otra cosa aparte de la Enseñanza Universal. Muchos Hijos mezclan las Enseñanzas que están escritas y las confunden con libros que han leído, hacen una mezcla cuando explican la Enseñanza. Dicen: “La Enseñanza dice así, pero yo he leído en tal libro...”, y hacen una gran confusión de ideas. Es necesario que los Hijos de Cafh conozcan las grandes Enseñanzas, pero después es bueno que sobre las Enseñanzas hagan sus definiciones. Si se les tomara un examen se vería que se equivocan mucho; mezclan todo. Por eso sería bueno que el Hijo dijera: “Tengo que hacerme unas definiciones generales de Enseñanzas universales, tenerlas bien presentes y no cambiarlas”.
Todas las Enseñanzas tienen su fondo de verdad, como las religiones y filosofías, y el hombre después hace una mezcla de todo eso y todas esas cosas se hacen particulares. Las religiones son todas particulares porque cada una dice: “Yo soy poseedora de la verdad”, y la Enseñanza, la Verdad, es sólo una. Entonces ninguna de ellas es universal. No hay religión universal conocida por todos los hombres; si fueran universales tendrían toda la Enseñanza en sus manos, sabrían conocerla toda y darla a las razas según sus adelantos y posibilidades.
La Enseñanza de Cafh, entonces, apartando la Enseñanza Universal, es aquella que Cafh da detalladamente para el Hijo; es la Verdad que hace falta para él. Siempre pasa así: un grupo de hombres recibe la Enseñanza que es para ellos y después la quiere imponer a todos. No. Esa verdad puede no ser útil puesta en contacto con los demás seres del mundo.
Las Enseñanzas no están clasificadas y al Hijo no se le dice: “Esta es una Enseñanza Universal y ésta otra es una Enseñanza directa para los Hijos de Cafh”; por eso mezclan las ideas. No distinguen cuándo es para todos y cuándo es para ellos. Esto último es lo fundamental sobre lo cual tienen que asentarse para conocer después las verdades universales. Estas no las sabrá el Hijo de la Blavatsky, de Shopenhauer y de los materialistas, sino únicamente a través de la Enseñanza de Cafh, porque los Maestros creen que la capacidad y posibilidad de los Hijos es ésa. Y no hay otra. Ésta es dada continuamente a los Hijos.
El Divino Celador es un Maestro de Cafh cuya misión, desde hace treinta años, es dar la Enseñanza a los Hijos de América. Esta Enseñanza está condensada en algunas de las Enseñanzas de Cafh: las verdades místicas necesarias para el desenvolvimiento de los Hijos de Cafh desde que entran al Sendero hasta que llegan a la realización. No sólo están asentadas en los apuntes de Enseñanza, sino en todos los Hijos de Cafh. Los Hijos las han ido recibiendo continuamente a través de los Superiores, Oradores, Enseñantes. Están particularmente en los Hijos porque si bien la Enseñanza es dada para el grupo, esencialmente está destinada al alma. Cada Hijo, entonces, ha de adaptarla a sus condiciones.
Las Verdades Universales tienen que estar adaptadas a cada alma, si no, no son la Verdad, son la de un tercero; de allí se comprende el significado extraordinario de Cafh, que no se dirige a un conjunto, sino individualmente a cada alma.
Si los Hijos hicieran un trabajo colectivo estarían fuera de su sentido, porque Cafh reconoce que la única verdad y dogma es ir directamente al alma y darle la que necesita, la que está hecha para ella. Qué desgraciado es el ser que mira a otro para ver lo que hace, como se comporta, cuando todo le fue dado únicamente para él. No hay más Hijo de Cafh sobre la tierra que el Hijo, y él tiene la responsabilidad de todo Cafh. Cada uno es así: su responsabilidad como Superior es única, todos los Hijos dependen de él; él es el último ingresado a la Ordenación, el injerto nuevo; todo Cafh reposa en él, todo está dentro de su alma; él ha de ser el responsable, la víctima. Él ha llegado a mitad de camino, es el alma; la Enseñanza fue dada para él; la responsabilidad es toda suya.
Cafh es obra de almas. Aún si todo el mundo desapareciera y sólo uno quedara en pie, todos estarían allí presentes, nadie estaría allí muerto, todos estarían en ese Hijo: toda la responsabilidad de Cafh, de la Obra en el mundo, estaría resumida en él, sobre sus espaldas. Esto no hay que olvidarlo.
El trabajo de Enseñanza del Hijo es instruir individualmente, uno por uno. Por eso bien dicen los Superiores: “Donde se aprende, se salva a las almas, no es en la hora de Enseñanza, sino en la dirección espiritual. Allí se hace el verdadero trabajo de comunicación entre la Enseñanza de los Maestros y el alma”. Pero esta Enseñanza aún existe en los apuntes, en el conjunto armonioso de ciertas Enseñanzas Universales y las dadas para los Hijos de Cafh.
Las Enseñanzas que deben ser dadas para los Hijos de Cafh ya fueron dadas. El ciclo de Enseñanzas ya está completo. Pero aún hay una enseñanza más sutil, más íntima: la Enseñanza que cada uno da después de haberla recibido de los Maestros. Está la Enseñanza Universal dada para los Hijos de Cafh y está la Enseñanza del Hijo, la propia Enseñanza, la que ha surgido de su alma al contacto con la Enseñanza, la que le fue revelada por los Maestros a él mismo; y esa Enseñanza también hay que transmitirla. Cada Hijo de Cafh es fuente de verdad, de Enseñanza.
Entonces se puede decir que se tiene: 1) Una Enseñanza Universal; 2) Una Enseñanza que fue dada a los Hijos por los Santos Maestros y que ellos conservan, y 3) La Enseñanza que dan los Superiores y Enseñantes. Esta última es dada oralmente -depende de la voluntad de cada uno de los Hijos el dar esta Enseñanza-; pero esa es la Enseñanza, esa es la Única Verdad que se posee, porque no se asienta sobre un dogma sino sobre la Verdad de todos los tiempos, y los Hijos la han tenido aquí por su Hermano y Protector: el Celador.
Después se tiene la Enseñanza que dan las almas que ya han realizado a la Divina Madre, las que ya han recorrido su camino espiritual de Renuncia.
La Enseñanza espiritual que el Enseñante ha recibido ha sido de carácter universal, y esta Enseñanza es únicamente aquella que estaba definida por una determinada escuela. Podría llamarse escuela ecléctica, aquella que no es deísta pero admite un principio fundamental del universo. No es absolutista, porque el absolutismo lleva a la nada o al materialismo: Si se dice, por ejemplo, que el universo es lo único existente, todo lo demás es ilusorio. Bien, si todo es inexistente, un absoluto Absoluto, y lo que el hombre conoce no es más que la ilusión, esa ilusión lleva únicamente a conocer por los sentidos, o sea por la parte material. Entonces no hay un punto ideal que la sostenga, un punto divino. Esta es una doctrina materialista. La teoría fundamental de Cafh es de que el Absoluto Universal no puede ser definido por los hombres; definirlo sería caer en el materialismo más brutal; el hombre lo conoce pero no tiene derecho a definirlo, no puede el hombre ser materialista o idealista, porque reconoce al universo como un principio divino, absoluto, cósmico, que resume en sí toda la energía del universo: espíritu, mente, materia.
No podrá nunca ser materialista cuando él es un punto de energía creadora, fundamental. Se podría entonces sintonizar con todas las Enseñanzas del mundo: espirituales, idealistas, materialistas, porque Cafh se mantiene en un punto de observación media.
Esas fueron las Enseñanzas que le fueron dadas. Ahora bien, las Enseñanzas relativas como Hijo fueron las Enseñanzas fundamentales de Cafh: las enseñanzas del Ired, del movimiento cósmico, las de la relación y dependencia del hombre con el Universo en el sentido histórico, psicológico y ético: el hombre es un ser, deviene de un centro que es su propia alma, el espíritu. Éste constituye su ser, de él depende su conocimiento. Este no es el único en el Universo; su libre albedrío está determinado a un campo magnético que está conectado con todo el Universo. Eso exterior que lo determina es la relación de la vida del Cosmos. Es ese conocimiento histórico unido a las posibilidades psicológicas del hombre el que le da la llave del futuro.
Pero era necesaria para Cafh en América una Enseñanza especial adaptada al temperamento de las personas que las recibieran. Un Maestro Divino se ocupó de dar estas Enseñanzas para que fueran grabadas en la mente y el corazón de los que tienen que darlas: este Maestro Divino fue el Celador. El Celador ha dado las Enseñanzas de Cafh a través del Fundador de Cafh. Éste las ha dado a un grupo de almas; si después esas almas no las han comprendido no importa: Él las ha dado. Les enseñó cuales son las verdades adaptadas a los Hijos, las que ponen al ser en contacto con el universo; les dio detalles de su modo de ver las ciencias.
Ahora falta la Enseñanza de los propios Maestros de Cafh, de los Fundadores que han empezado la Obra de Cafh en América. Esas Enseñanzas no fueron registradas; pero aún si no fueran registradas ellas quedan en las almas que las han conocido y oído.
Cuántas veces los Hijos han recibido una Enseñanza, la han comprendido de un determinado modo a través de la mirada, de la lectura, y después estos Maestros con una mirada les han hecho entender que esa Enseñanza tenía un significado completamente distinto, que ésa era letra muerta. Les han enseñado a recibir la Enseñanza verdadera.
Esa es la Misión del Maestro: no permitir que la letra muera, sino hacer que siempre viva, que tenga un sentido individual para cada uno de los seres que reciben esa Enseñanza y que después tendrán que darla.
Es necesario que la renuncia del Hijo sea total, porque cada día que pasa se pierde una oportunidad de recibir la Enseñanza directa, y llega luego un día en que el ciclo se cierra, así como ha pasado con la universal, como pasó con la Enseñanza de Cafh que fue dada y ya cerró su período. La Enseñanza individual cerrará su ciclo y los Hijos que han sido destinados para recibirla no podrán hacerlo si su renuncia no es total, si la personalidad todavía ocupa mucho lugar en su alma.
Rápido que el río fluye, la cascada cae rápidamente. La Enseñanza es dada en cada momento, pero muchas veces no se sabe tomar esas Enseñanzas porque hay mucha personalidad en el alma, hay mucha oscuridad y la mente está taponada. Apúrense los Hijos para que esa Enseñanza sea vivida. ¡Cuántos tesoros derrama Dios, cuántas Enseñanzas vienen a las almas! Se puede decir que estos Hijos han llegado en el ciclo de los Maestros de Cafh, en el momento de triunfo de Cafh, cuando reciben la Enseñanza directa de los Maestros; pero, no sea que mañana tengan que arrepentirse porque no recibieron totalmente la Enseñanza, porque su mente estaba llena de las cosas del mundo, porque el Voto de Renuncia no estaba hecho con plenitud, en su totalidad.
Esta Enseñanza es muy necesaria para estas almas consagradas. Ellos son los Hijos de la segunda hora: la hora solemne en que concretan las ideas; pero después la hora pasa y tendrán que transmitir una Enseñanza verdadera o una falsa, como pasa con todos los hombres; porque si no están desapegados de todo no tendrán la Enseñanza.
Cada uno de ellos es responsable de la Verdad, de Cafh, de la Enseñanza que deberán transmitir. La Enseñanza de Cafh es de alma a alma, de Maestro a discípulo. Ellos no digan nunca: Si yo me olvido de algo mi compañero lo ha de saber. La Enseñanza es grande y solemne, llega en el trato con los Superiores, en el recreo, en todo momento, pero el único modo de recibirla es vaciando el alma; que la renuncia sea verdadera, que se abra a todo.
Tomen las almas el cuchillo para cortar de una vez todas las callosidades, para que sean almas grandes, infinitas, y puedan cumplir la Divina Misión.
¡Qué importa ser considerados como cobardes e ignorantes por los hombres, si se tiene esta gracia de llevarles la verdad única, fundamental, verdadera! Esa es la misión de la Renuncia: no volar en los aires, sino purificarse, arrancar todo de adentro y poder transmitir esa Enseñanza a todos los seres tal cual fuera recibida.

Enseñanza 12: Los Discípulos Tibetanos

Existe en el Tíbet una mística extraordinaria relativa a la consideración de la muerte y a la muerte mística, que es necesario que los Hijos conozcan.
La mística de la muerte era en la antigüedad una cosa común y corriente. Aún en el medioevo cristiano la consideración de la muerte y los actos que ayudaban a recordarla tuvieron un valor extraordinario. Esta costumbre que poco a poco se ha ido perdiendo, se ha conservado en el Tibet.
Aquellos que en el Tibet siguen la mística del cheut quieren lograr un verdadero estado de entrega para la salvación de la Humanidad. Lo primero que buscan los discípulos es un gurú que los pueda instruir, un maestro que ya ha llegado a la realización de ese estado de paz más allá de la muerte. Éste los toma bajo su dirección después que aprendieron a servir al maestro durante uno o dos años.
Un Seminarista, en los meses de Seminario, tiene que aprender a hacer todo aquello que puede servir a la Comunidad, lo que le repugna y todo lo que sea más desagradable. Lo primero que Gandhi hizo hacer a su discípula inglesa Slade fue mandarla a limpiar los baños. “Ahí -dijo- va a aprender más que todo lo que yo pueda enseñarle”. En el Tibet hacen lo mismo: Preparan el fuego, lavan la ropa; y después de esa prueba empiezan a recibir las instrucciones.
Los que siguen el camino del cheut son peregrinos. Antes de llegar a ser admitidos como discípulos visitan ciento ocho cementerios, y hasta que no han meditado en todos ellos no pueden recibir la enseñanza del maestro. Eso significa que tienen que recorrer distancias enormes en la inmensidad de montañas y mesetas de cuatro a cinco mil metros de altura. Meditan en los cementerios durante la noche, y llevan una campanilla que hace saber a la gente de su presencia para no ser molestados.
Luego de esta peregrinación el maestro les da la primera enseñanza: la consideración de la responsabilidad que tienen frente a todos los hombres de todo lo que han adquirido. Ha llegado la hora de hacer algo, y es necesario entregarse.
El primer paso es la ofrenda de sí mismo.
Los tibetanos todo lo hacen con ritmo, movimientos, actos exteriores. Por eso es impresionante verlos en sus meditaciones. Debe haber algo de psiquismo bajo en los que no saben entender el valor de esos ejercicios y no están aptos para ese sendero. Lo importante, y han de ser muy pocos los que lo siguen, es el sentido interior de la ofrenda. Sus oraciones son como las que hacen los místicos, pero ellos las hacen con gritos sagrados, llamando a todo lo malo que hay en el mundo. Esto es baja mística. Ellos no saben que el significado es adquirir poder, no tener miedo. Las entidades inferiores huyen del que tiene paz. La gente del mundo dice que le han dado una mala influencia, que le han hecho mal, pero eso llega únicamente cuando se está lleno de miedo, de desorientación; cuando se está en paz no hay corriente mala que llegue.
La mística que ellos hacen es para ahuyentar el miedo. La ofrenda dice: “A través de innumerables vidas mi egoísmo ha hecho que yo viviera de todo el mundo; he cometido todos los crímenes y todos los pecados; he bebido la sangre de miles y miles de seres; con gran desconsideración he pisoteado, he hecho el mal, he tenido todos los defectos y vicios. Ha llegado la hora en que yo salde mis cuentas”. Hacen esta invocación en forma muy dramática, mientras tocan un tamborcillo. Es una mística muy primitiva; únicamente buscando muy profundamente se pueden encontrar las grandes cosas.
“Venid, ¡oh, entidades malas y dañinas! ¡No toquéis más a los pobres seres del mundo, no vayáis a hacer sufrir a los hombres! Venid a mí para que yo pague mi deuda; comed mi carne, abrid mis entrañas, mis venas; cortad mi cabeza para que yo pueda ser pasto de todas las fieras y animales salvajes; yo me ofrendo a la muerte, al sacrificio. Yo soy la víctima de la Humanidad”.
Lo repiten hasta que sienten verdaderamente una sensibilidad de muerte. Que una sugestión haga sentir un dolor, es algo corriente. Por muy divina que sea la estigmatización de los santos, siempre hay algo de psicosis: Ven la imagen de Cristo crucificado hasta que hay un shock psicosomático y tienen las llagas de la pasión.
Los chelas llegan a sentir dolores de muerte: que les rompen las entrañas, que los cortan en pedazos. La mayoría enferma; sólo los más fuertes pueden pasar a un estado superior.
Entonces reciben la segunda Enseñanza: Ya ellos están muertos. Aquí hay una similitud con algunas de las partes místicas de Cafh, solamente en lo exterior, porque esto no es adecuado ni para los Hijos ni para la Humanidad. Después de la primera etapa viene la verdadera muerte mística, que es lo que vale. Ya la personalidad ha muerto; eso de ofrendarse así como lo han hecho es una renuncia. Han ofrendado la vida; no ha quedado nada: han muerto.
Entonces el guía les enseña que todo fue una ilusión que produce la fantasía; todo lo que han realizado es una pura ilusión, todas las cosas del mundo son ilusión. “Tú antes meditabas sobre la muerte, pero ahora la conoces; pasaste por todo y todo era ilusión. Ahora sabes qué es la muerte: no es que te corten la cabeza o un brazo, es tener la fuerza de no desear nada, de renunciar a todo, abandonarse completamente en las manos de la Divina Voluntad”.
El proceso para llegar a esta nada le llaman “El Banquete Rojo”.
El alma no posee más nada. La imagen que se hacen es similar a la que da San Pablo de la Cruz: tienen que imaginarse que son un montoncito de cenizas; nada ha quedado. Entonces el discípulo ha de meditar y decir: “No soy nada más que ceniza; no ha quedado nada; no tengo karma, ni de pasado ni de futuro. Soy ceniza. Viene la caravana que pasa a través de la meseta, pisan mis cenizas y nadie se da cuenta que ellas están. Se levanta el viento y las dispersa por todos lados. Se levantan médanos de arena y no soy nada. Ahora estoy unido con Dios porque de lo que había de mi personalidad nada ha quedado”.
Experimentan entonces el vacío de la nada. Ya no es un estado psíquico. El Banquete Rojo lo hacen posiblemente para eliminar a los que no son suficientemente fuertes. El tibetano cree que el que no está llamado a la vida espiritual no tiene importancia; importancia tienen los pocos que triunfan. Esta es una idea completamente equivocada y distinta a la verdadera idea de la caridad universal.
La tercera Enseñanza es el “Banquete Blanco”, la verdadera realización. El Maestro llama al discípulo y le vuelve a dar la verdadera Enseñanza. Le dice: “Dijiste: soy nada. Eres una nada para tí y un todo para Dios, ellos dicen la Eternidad. Además, qué pretensiones tienes de creer que puedes morir, ofrendar y transformarte en una nada. Aún llevas contigo una semilla de gran soberbia porque crees que puedes deshacer, y ése es un segundo juego de tu ilusión, de tu mente. En realidad, si crees ser una nada estás pensando algo. La verdadera Enseñanza es: Tú eres como la Eternidad, estás más allá aún de la muerte y de la nada. Tú eres una expresión de Dios”. Y con eso elevan al discípulo hasta la Divinidad, de los valores humanos a los espirituales. Muy pocos llegan a eso.
Entonces el místico, el maestro, se ríe del primero que empieza, de los que visitan los cementerios; se ríe de aquél que dice que era una nada: el discípulo se transforma en un gurú.
En todas las místicas hay similitudes: la ofrenda, la muerte mística, la transfiguración en Dios. Los tibetanos no le llaman Dios sino el Gran Vehículo. Los budistas son los del pequeño vehículo: el hombre liberándose de la idea del dolor puede liberarse.
Estas místicas van desapareciendo porque el hombre ha llegado a cierta altura espiritual, en la que no necesita de todas estas ceremonias exteriores y peligros psíquicos para llegar a Dios.
El valor de la mística de Cafh es que el Hijo, por el amor, no por el temor, no por el acto o el esfuerzo de la mente sobre las energías del hombre, llega a Dios. La mística del amor es superior a todas las místicas. El alma va directamente, como niños a la entrega; no necesita pasar por tantos pasos. Su ofrenda es muerte, pero no la hace después de haber practicado mucho, la hace porque es apta para esa mística por un acto de puro amor que la transforma y hace digna de la ofrenda, de la muerte mística y de la realización de la Divina Madre.
Cuanto más se estudien las místicas tanto más se amará la mística de Cafh. La Ascesis de la Renuncia es el ejercicio ascético de la entrega, la observancia, el amor, y enseguida la Madre Divina da como resultado un sentido, no psíquico, sino todo espiritual, interior, divino.
Este hará que los Hijos valoren mucho lo que les ha sido dado; la Humanidad ha tenido que recorrer su camino con muchos dogmas, ceremonias y ritos, mientras en Cafh todo ha sido espontáneamente dado a los Hijos, porque no puede acontecer ningún peligro cuando desde el principio se tiene el arma del amor.
El Hijo no va a la mística a pedir nada, entonces nada le puede pasar: va por amor. Todos los sistemas místicos están resumidos en el sistema de Cafh. En él no hay personalidad ni posesión; no hay que llegar después de haber tenido una posesión que luego se comprende que era inútil. Se va por amor.
Recuerden siempre las almas consagradas que la Divina Madre les ha dado el más grande de los tesoros: la Mística del Corazón. Desde el primer día les ha dado el Velo para que allí debajo esté la verdad con ellas. Basta que levanten el Velo para ver su Rostro y la Verdad. La Divina Madre está eternamente viva en estas almas. Les ayuda en todas las dificultades, las ampara continuamente porque Ella aceptó sus vidas. Vela el sueño de su muerte mística, las hace resucitar divinamente a través de una sencilla comprensión de la vida de la gracia, de la expansión de la eternidad.


Enseñanza 13: La Renuncia como Holocausto

La Renuncia, como es un holocausto permanente de vida, no sólo es el único bien y medio de salvación para el alma que la ha abrazado, sino es el único medio para ayudar al mundo y redimir a la Humanidad.
No es absolutamente cierto que el alma consagrada eluda responsabilidades frente a la sociedad. Es necesario dejar que los detractores de la verdad, los hombres ciegos del mundo, echen sus voces y sus acciones de mal en contra de las almas que han renunciado al mundo. Es necesario que el alma adquiera una firmeza tal en su determinación que no haya nadie en el mundo que pueda hacerle creer lo contrario, porque la Verdad es la Verdad.
La historia del mundo y la historia de las almas lo proclaman a través de todos los tiempos. Únicamente los que saben dejarlo todo para cumplir con su misión son los que hacen algo; los demás no son más que parásitos. Pobres almas sacudidas por el vendaval del destino, por la tormenta de los acontecimientos, que únicamente viven del producto de las pocas almas que saben entregar su vida en holocausto a Dios para la salvación de la Humanidad. Siempre hay almas en este torbellino del mundo en donde los hombres dicen que hacer, trabajar, ser útil, es el vicio, la perdición, el desarreglo, el odio; siempre hay almas heroicas que saben dar su vida en holocausto a la Humanidad. Siempre surge un héroe, un santo, un mártir. Cuántas veces hay que admirar el ejemplo de esos seres que han entregado su vida para salvar a alguien y decir: “Todavía hay quien sabe lo que es la nobleza y el sacrificio”.
No hace mucho una humilde maestra italiana estaba cuidando a sus alumnos en una colonia de vacaciones. Se rompió un tubo de gas; los niños ya casi habían perdido el sentido y muchos estaban cayendo. Ella vio eso desde una ventana, comprendió la gravedad del peligro y que iba a perder la vida si bajaba a procurar abrir las puertas. Sin embargo, no titubeó y sacó a los niños uno por uno. Cuando la llevaron al hospital sólo preguntó: “¿Están bien los niños?”, y como le dijeran: “No piense en los niños sino en usted”, dijo: “No importa mi vida sino la de los niños”. Y murió en paz.
Pero no es esta muerte la de más valor, sino la muerte mística de la Renuncia. Querer dar la vida en un momento de exaltación, de entusiasmo, de nobleza, es algo grande y extraordinario, pero eso de morir un poco todos los días, a cada instante, y estar sobre una cruz para que diariamente caiga una gotita de sangre, ésa es una muerte sublime.
El hombre, cuando ha dado su voluntad, renunciado a su vida, es un alma completamente sacrificada que al no disponer ya de nada, todos sus actos los ha de realizar por amor, por una voluntad superior, y no por el gusto de sí mismo. Es una muerte muy grande aquella de poder decir: no tengo nada.
Un Hijo decía cierta vez que hubiera deseado donar su cabeza a un hospital pero su Director Espiritual lo respondió: “Usted no tiene libertad para eso. Una vez que se muera se hará con su cabeza lo que la Divina Madre disponga”.
La Renuncia es un holocausto permanente de vida; morir poco a poco, diariamente, todas las horas, todos los instantes. Y éste es el único bien que se puede dar al mundo, porque las almas que han renunciado no se ofrendan en un acto de amor heroico, en un momento de sublimación, de extraordinario entusiasmo, sino se ofrendan todos los días de su vida, para siempre. No morir, y morir, es algo muy grande y extraordinario. Eso sólo lo comprenden las almas que han hecho holocausto de sí mismas a Dios. Por eso Santa Teresa dice a Dios: “Muero porque no muero”, porque es mucho más muerte vivir habiendo renunciado a todo. El alma desearía verse libre de las ataduras de la tierra, de las miserias del mundo, de todos los inconvenientes que carga consigo la Humanidad, pero no puede hacer eso, no puede hacer nada más que lo que la paloma que va elevando su canto al cielo, como Santa Teresa, pidiendo a Dios que rompa los lazos y ligaduras.
Aquél que realiza una cosa no la magnifica; por eso las almas consagradas, como están viviendo su vida, no saben el valor del desapego y de la renuncia frente al mundo. El mundo es ciego; echa tierra sobre las almas que renuncian a las pasiones, a lo que ellos llaman vida. Hay una contradicción permanente entre el mundo y las almas elegidas, pero también se puede ver que estas almas en el momento de la necesidad, del dolor, no tienen otro medio que recurrir a los que ellos han golpeado, que ir a cobijarse bajo el amparo de aquellos que nada tienen, pero que todo lo tienen en Dios.
No hay nada más falso que decir que los seres que renuncian son personas que han eludido responsabilidades. Con la Renuncia las responsabilidades han aumentado infinitamente, porque antes se tenía la responsabilidad del mundo, de la sociedad, de la familia humana; pero esta responsabilidad cambia y es transitoria, dura un período y luego desaparece. Con el acto de Renuncia, al hacerse responsables de la Humanidad, los Hijos se han hecho divinamente responsables, directores, conductores de la Humanidad. Su apartamiento del mundo no les quita ninguna responsabilidad: tienen la gran obligación de salvar al mundo.
El renunciamiento para sí es algo muy grande, pero el renunciamiento para la salvación del mundo es una cosa mucho más sublime y divina. El Buda lo ha dicho con toda claridad: “Me voy al Nirvana, pero mi Nirvana no será total hasta que todas las almas lo posean”. La Renuncia, la verdadera liberación, no puede ser más que una gotita de agua del océano eterno ante el Hijo, porque no será total hasta que todas las almas la hayan logrado; no podrá quedar ni una sola alma sin tener la liberación para que él pueda decir: He cumplido, he llegado al final.
Si bien el Hijo no tiene contacto con el mundo, ¡cuán grande es su responsabilidad! Pero esta responsabilidad, ideal por ahora, hay que acentuarla continuamente con la vida del desapego, con ser cada día más perfectos, con una ofrenda cada vez más integral.
Los Hijos han de empezar a conocer sus deberes para con la Humanidad, y empezar a ejercitar su alma en el trabajo que les ha sido confiado de salvar al mundo.
Por su vida, su ofrenda, su Voto, se han hecho corredentores de la Humanidad. Cristo dice continuamente a sus discípulos “los míos”. Antes de volver al Padre en su gran oración dice: “A estos míos te los recomiendo”; “a ellos -al pueblo- les hablo en parábolas, pero a ustedes -los discípulos- les hablo directamente”. ¿Por qué hace ese distingo el Divino Maestro? ¿No son todas las almas iguales? No lo hace porque sean distintos sino porque sabe que tienen más responsabilidades, son sus compañeros en la redención de la Humanidad.
“Mucho le será pedido a quien mucho le ha sido dado”. El Hijo se ha asociado a la obra de la Divina Encarnación sobre la tierra. Si lo ha dejado todo, si ha roto con el mundo, no es por un capricho, por un entusiasmo humano, sino para asociarse con la Divinidad. Han dejado las responsabilidades corrientes de la familia, de la sociedad y del mundo, pero para asumir unas responsabilidades mucho más grandes, superiores y divinas. Con su renuncia ya no sólo tienen la obligación de ser buenos, sino de ser perfectos. El joven rico dijo: “Maestro bueno, ¿qué haré para poseer la vida eterna?” El Maestro respondió que guardara los mandamientos, y cuando el joven contestó que los había guardado desde su juventud, Cristo le dijo: “Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes y dalo a lo pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sígueme”. Pero él al oírlo se pudo muy triste porque tenía muchos bienes y no tenía valor para dejarlos. Cristo dijo entonces: “¡Ved como son pocos los hombres del mundo que pueden seguir la verdad!, pero aquellos que la siguen, ésos son mis discípulos, los corredentores de la Humanidad”.
Los Hijos son sus discípulos; lo han dejado todo para ser corredentores con la Divina Encarnación, el Maitreya que vendrá.
Pero no por eso los Hijos han roto con la familia, la raza, la sociedad. Han roto el aspecto material, pero no el espiritual. Todos tienen por una ley divina, una obligación hacia los padres que les han dado la vida, y hacia sus familiares, porque Dios dice en sus mandamientos: “Honra a tu padre y a tu madre”. Pero la vida de renuncia ha hecho que no tuvieran padre ni madre, porque Dios es su padre y su madre. Pero eso no quita las responsabilidades superiores y espirituales. Han sublimado los afectos de la familia dejando a todos, pero desde la Santa Casa han adquirido una responsabilidad y obligación para con ellos, porque se han hecho responsables de su pan espiritual.
Los Hijos que están en el mundo, por una ley natural tienen que hacerse responsables de sus padres y ayudarlos en sus necesidades cuando son viejos, pero el Hijo Ordenado tiene que velar por su salvación eterna, para que ellos abran los ojos a la Verdad; tiene que darles el pan del espíritu, honrarlos en espíritu. Qué importa si el padre, la madre, los hermanos, tienen todo lo necesario. La Providencia da con creces cuando ofrendan a sus hijos, y no les falta el pan: es una ley eterna. Un hijo que deja a sus padres por el mundo comete un crimen, pero lo hace por Dios y Dios los toma bajo su amparo; pero eso no quita la responsabilidad. Por eso él dice: “Tienen salud, pero, ¿cómo va su alma, su espíritu?” ¿Será posible que los padres de las almas consagradas sean ciegos que se pierden en el mundo? ¿Será posible que esas almas se pierdan, que cuando, cumplida su misión, el Hijo vaya a trabajar en el más allá tenga la tristeza de no encontrarlos entre los suyos a la derecha de Dios? Eso tiene que dar más pena que la falta de pan material. A veces los Hijos se preocupan por niñerías que le han sucedido a sus familiares, se afligen por lo que no tiene importancia y no se preocupan por lo verdadero. Su labor es: “Siento que en mi casa haya estos defectos, que tengan males que no saben sacar. De eso soy el principal responsable. ¿Cómo no he podido hacer nada por eso? ¿Cómo no me he preocupado por su salvación y redención?”.
Ofrenden los Hijos la sangre, el dolor y el sacrificio para la salvación de los padres; pueden morir, pero es mil veces peor si muere el alma, si permanece en la oscuridad. El Hijo ha de ir en espíritu y pensamiento a través de sus cartas; su predicación no ha de ser toda de amor: es preciso hablarles claro; hay que decirles: “Estás en un camino equivocado, vives para el mundo y no para Dios”. El alma consagrada no tiene el miedo de los del mundo de ver a los padres llegar al final de su hora, sino les dice: “Ya se ha acabado tu vida, que no venga la muerte y te sorprenda sin haberte preparado”. El Hijo no debe tener miedo de que ellos se vayan cuando ya han terminado su misión. Sus palabras han de ser de vida eterna; tiene la responsabilidad de dar a sus padres la salvación si son jóvenes todavía. No es que haya que decirles que tienen que hacerse Ordenados, sino que logren el desapego de los prejuicios, intereses, simpatías de la vida; mostrarles el egoísmo de la vejez para con la juventud, que no busca más que querer atar a los jóvenes allí, su falta de caridad al creer que es mucha más felicidad el cargar a todos los hijos con sus faltas y ataduras.
Esas son las cosas que hay que enseñar en las cartas, conversaciones, oraciones. Ofrendar sacrificios si es necesario para su salvación. Es una cosa tremenda para un alma consagrada pensar que sus padres no estarán en el número de los elegidos. Si han de ser directores de almas es antes con ellos que tienen que ensayar, y si no obtienen resultado, volver al principio, a la ofrenda; pedir por su salvación, para que abran los ojos a la Verdad, para que no vayan al más allá y caigan en el gran vacío de la desesperación. Bien decía la madre de Don Bosco: “Estoy segura de mi salvación porque he dado un hijo a Dios”. El padre de Santa Teresita decía: “Es mucho dolor no ver más a una hija y tenerla encerrada en un convento, pero es mucha dicha darla a Dios y tenerla en el cielo”. A esto tienen que llegar los padres para ser dignos de las almas consagradas, y si es necesario alguna vez darles una buena zarandeada para que se acerquen a la verdad.
La vocación de San Romualdo nació cuando vio a su padre matar a un primo. Fue tanto su horror que huyó del mundo. Fue un alma privilegiada porque vivió una vida de muerte mística y puso como corona de su Ordenación la vida de ermitaño. Después de haber trabajado en el mundo, hay que ir a ser ermitaños.
Cuando su padre fue anciano se arrepintió de su vida, y para poder salvarse, por consejo de Romualdo, entró en la congregación de su hijo. En este sentido era Romualdo intransigente: decía que la única vida de salvación es la renuncia; así lo demostró al rey Otón. Romualdo llevó a su padre al claustro, pero cuando tuvo que ausentarse, el viejito, que tenía veleidades, empezó a hacer de las suyas; al final dijo que estaba cansado y que quería volver a su casa. En ese tiempo volvió Romualdo y lo quiso convencer, pero como el padre no quería saber nada lo hizo azotar hasta que el buen hombre dijo “Tenéis razón”, y se quedó.
Por supuesto que este método no es recomendable, pero a veces es necesario ser un poco fuerte; que se saquen las vanidades de la cabeza y piensen en su eterna salvación. Es bueno que sepan que entre los cincuenta y los sesenta años hay que empezar a hacer el examen retrospectivo de la vida, porque Dios puede llevarlos en cualquier momento.
Las almas que han renunciado no tienen desde luego las obligaciones de la sociedad que son también muy pesadas para los seres que deben vivir en el mundo, pero eso no quita la obligación sagrada del rendimiento.
Ordenarse no es abandonarse, dejarse estar. Bien se ha visto cómo fallan las vocaciones falsas porque creen que ir a ordenarse es despreocuparse, no tener nada que hacer. El alma que ha renunciado puede producir el doble de la que está en el mundo porque tiene un caudal de resistencia, de fuerza, que no es común. En la Comunidad no se puede hacer los cálculos del mundo. La Ordenación tiene un producto espontáneo, natural, que le viene de Dios y de la Providencia. Es muy necesario que las almas sepan esto: “Muerto al mundo tengo hacia él mayores responsabilidades porque éstas no son de participación de trabajos; he de demostrar que si sigo el camino de la Renuncia puedo adquirir bienes mucho mayores, hacer trabajos más grandes y tener una resistencia muy superior; podré llegar a ser una potencia en todos los sectores sin participar directamente de esa potencia y habiendo renunciado a cosechar el fruto de esa obra”.
Desde que empiezan el Seminario hay que enseñar a los Hijos que la muerte mística no quita la responsabilidad de rendimiento. Es una obligación sagrada que cada uno tiene con el mundo; hay que decir: “Mi vida mística no me quita las posibilidades que tengo de ser útil a mi Comunidad, a la obra en donde trabajo y actúo, y por consecuencia natural, he de ser útil a la sociedad”.
Hay varios puntos muy importantes que es necesario tener bien presentes. Todo el mundo dice: “Una persona que ha renunciado no puede tener rendimiento, porque se le ha quitado el interés por la vida, la satisfacción en las obras”. Ya no hace falta decir que eso es falso. La vida recogida, la unión con Dios, da una fuerza superior; la actuación divina en el hombre hace que necesite la mitad de tiempo para hacer las mismas cosas y da una capacidad tal, que puede decirse que se llega a hacer lo que parece imposible. Por eso hay que decir al mundo: “No he perdido el interés sino en lo que pasa y es transitorio, porque la vida del mundo es fantasía. He adquirido un interés divino, porque no quiero una recompensa para ahora o para cuando sea viejo; quiero la recompensa de ver que las almas son felices. Estoy contento de ver que mi trabajo puede ser de alguna utilidad a los demás; mi interés se ha duplicado”. ¿Acaso se puede decir que una madre no tiene interés por sus hijos? Ella no espera nada de ellos, sin embargo, tiene el interés de su amor que es espontáneo, verdadero, real.
El interés del Ordenado aumenta, se fortalece. Alejado del mundo puede hacer mucho más porque enseña a los hombres que viviendo para Dios se puede dar aún más rendimiento humano. Ha renunciado a las ganancias y jubilaciones y, sin embargo, gana para todos: para la Comunidad, para vivir modestamente y para ayudar a otros seres. Prepara un terreno fértil para la vida de mañana. La Vida Espiritual no quita, sino da interés.
“La vida espiritual de Comunidad atrofia la voluntad y no se tiene capacidad productiva porque se tienen goces espirituales”. Esto no sólo lo dice la gente del mundo sino muchos buenos Hijos que viven en el valle. “Únicamente están pensando en la observancia; se olvidan de todo y no hacen las cosas como tienen que hacerlas”. Cabe responder: El cumplimiento de la observancia no quita el valor al trabajo y a las cosas. Si un Hijo olvida es porque también falta a la observancia, porque ella da más espíritu de atención; el inobservante no cumple. Cuando se cumple fielmente los deberes y la observancia el pensamiento está puesto en Dios y no en tonterías, porque el que se vaya con la vista baja no impide que se vea todo lo que hay que ver. Cumplir el horario no quita cumplir bien los propios deberes. El milagro verdadero de la Comunidad es ése: la rutina, la observancia y la paciencia. ¡Qué valor grande adquiere un trabajo que se deja porque suena la campanilla! Si no se hace así el trabajo no tiene perfección ni espíritu de renuncia. El Hijo no vive el tiempo dimensional, sino el tiempo expansivo; para los Hijos el tiempo no cuenta.
Los Hijos, trabajando metódicamente, rutinariamente, haciendo un poco todos los días, pueden ejecutar trabajos que requerirían cuadrillas de hombres en el mundo, porque su fuerza de producción es mayor, porque Dios fortaleció sus músculos y su capacidad para realizar lo que se les manda.
Pasa como con el Padre Pío que desde un convento lejano, siempre orando -no puede hacer otra cosa porque tiene en las manos las llagas de Cristo- ha podido levantar un hospital maravilloso. Es el milagro de la vida de desapego y desprendimiento absoluto.
Nunca la observancia puede ser causa de que no se hagan bien las cosas. Por eso los Hijos del Seminario sean muy atentos. Hay que demostrar en la realidad que la observancia es fuerza.
Dios ha mandado a las almas consagradas en nombre de la Divina Encarnación no para tener responsabilidades sobre el mundo, sino para predicar y dirigir a las almas: ésa es su principal obligación.

Enseñanza 14: Conquista de Almas por la Renuncia

El alma que renuncia, que se consagra a Dios, por esa consagración se hace responsable del adelanto espiritual de todas las almas del mundo.
Todos los seres tienen una misión y se hacen responsables de su cumplimiento, pero la misión más extraordinaria y de mayor responsabilidad es la de las almas consagradas. Ellas no tienen la misión de trabajar, de educar, de curar, de esto o de lo otro; tienen una obligación sobre todas las obligaciones, la obligación sagrada de dedicarse a la Humanidad, a la salvación de todas las almas.
Muchas almas dicen: “Mi vocación, lo que más me llama es poder ayudar y hacer el bien”. Eso es algo magnífico: ayudar, hacer el bien a los demás. Pero el que verdaderamente quiere realizar el bien tiene que ser una persona que sale fuera de lo común, que tenga una capacidad, una experiencia y un método de vida que la haga capaz para ese alto sacerdocio de dirigir a las almas y salvarlas.
Muchos procuran hacerlo, pero mientras hacen el bien, hacen también mucho mal, no por mala voluntad, sino por ignorancia, mala preparación, falta de experiencia y por encontrarse enseguida en un mar no conocido. El mar más difícil es el de las almas. Primero hay que renunciar a ese contacto directo con las almas y morir al mundo para resucitar a nueva vida, aprender en Dios una ciencia y experimentarla, y recién después los Maestros la destinarán a que dirija a los seres.
Lo primero que hace falta para la dirección sana de las almas es la renuncia total: el alma que lo ha dejado todo no puede pensar si le gustaría dirigir una escuela o trabajar en un hospital o ir como misionera a lejanas tierras. Eso no lo puede saber ni lo ha de desear. Ante todo tiene que purificarse a sí misma, ponerse en condiciones de poder salvar y dirigir a los demás y no verse en el trance de cometer muchos errores que hacen daño y pierden a muchas almas.
El primer bien que los Hijos tienen que hacer a las almas es renunciar a la dirección de las almas y abandonarse íntegramente en los brazos de la muerte mística. No deben tener voluntad personal alguna, porque el que la tiene lleva consigo la vieja personalidad que creía haber dejado en el mundo y que siempre retorna con el gusto de hacer esto o aquello.
Lo primero es hacerse un bajo concepto de sí mismo y fundar el bien que se hace en la más absoluta humildad: “¿Quién soy yo para tener un sacerdocio, para hacer algo por otra persona, si todavía no he sabido despojarme completamente de mí mismo, no he llegado a la gran realización de los Santos Votos?” Lo fundamental es abandonarse en los brazos de Dios y decir: “A lo mejor necesitaré toda mi vida para aprender ese desapego que me haga apto para dirigir a las almas; quizá en el más allá, al terminar mi vida”.
Pero al mismo tiempo que el alma se abandona espiritualmente no sabe lo que la Providencia le tiene deparado. Por eso, después de haber hecho sus Votos tiene que dedicarse con ahínco a aquellos estudios que le han sido encomendados; no demorar. El Hijo no ha de desear el estudio, el conocimiento. Aquél que está muerto no puede desear un conocimiento determinado sino el conocimiento que los Superiores quieran que adquiera, porque la Divina Madre lo quiere para eso y no para otra cosa. Hay que rechazar todo amor al estudio, que es lo más difícil de realizar, porque nada hay que atraiga más, sobre todo a los jóvenes. Pero este rechazo del conocimiento humano abre la mente para que pueda recibir nuevos conocimientos, una enseñanza toda nueva. Mañana, cuando los Superiores lo apliquen a un estudio, tendrá una fuerza mucho mayor, y como desea hacer la voluntad de los Superiores que puede ser por ejemplo el estudio de una sola materia, la aprenderá mucho mejor y con una amplitud mucho mayor.
¿Pero acaso los Hijos han de abandonar el estudio si no tienen que hacerlo determinadamente? No, absolutamente. Todos tienen que aprender, tienen la obligación de saber lo más posible, de abrir su mente para recibir el máximo de conocimiento. El buen Hijo ha dejado sus estudios pero siempre está aplicado al estudio; no sólo el que estudia una especialidad, sino todos los Hijos: leyendo buenos libros, pidiendo buenos libros, prestando mucha atención a los libros que se leen en Comunidad, a las conferencias, a los retiros espirituales, a las enseñanzas, y sobre todo aplicándose al estudio de las enseñanzas durante el año.
No se puede perder el tiempo porque lo fundamental en los Hijos de Cafh es el estudio. La Divina Madre quiere que se apliquen al estudio de las cosas extraordinarias, sobrenaturales, para que puedan profundizar sus conocimientos; porque puede ser que mañana esos conocimientos sean indispensables: no se puede estar distraído. Es una obligación sagrada de la que tienen que dar cuenta a Dios. Todos los Hijos tienen el mismo valor, la misma posibilidad, y todos tienen que esforzarse; hace falta el verdadero esfuerzo, amar al estudio, no con una aplicación furiosa sino sencilla, simple: rutina y paciencia, aún para aquellos que no tienen facilidad para aprender.
Hay que recordar lo que dice Santa Teresa: “Un buen director tiene que ser hombre de ciencia y discreto”. Que sea bueno y santo.
La responsabilidad de los Hijos frente a las almas es muy grande; tienen que experimentar en sí mismos lo que han de enseñar a los demás, como aquella valiente mujer que se aplicó ella la vacuna contra una enfermedad infecciosa antes de aplicarla a ningún enfermo, para ver el resultado y la reacción en su propio organismo. No se puede dar consejo a las almas si no se lo ha aplicado primero a sí mismo. Tienen el deber los Hijos de aplicarse a la vida interior y de ejercitarse principalmente en la mística, en los ejercicios de meditación y, cuando se lo permitan, de concentración, para que su alma vaya experimentando lo que pasa en las almas: las oscuridades, las luces, lo bueno y lo malo; para que mañana, cuando se los mande dirigir y aconsejar a las almas, puedan ir con pies seguros, hacer obra de bien.
Muchos Hijos han tenido cargos directivos que parecen estar alejados de la vida espiritual; sin embargo, estaban cerca de ella porque la vida espiritual va hacia todos los que se acercan a los Hijos. Todo tiene que ser hecho con un sentido espiritual de elevar al alma a un nivel superior; sacarla fuera de la oscuridad. Aún estar en contacto con las visitas es un trabajo espiritual que necesita conocimiento y experiencia, porque si no, se hace mucho daño, se cometen muchas equivocaciones, se echan a perder muchas almas que tienen así que buscar en otras fuentes lo que no han encontrado en la fuente de los Hijos.
Pero la obra de salvación que han de realizar los Hijos de Cafh es universal. Hay muchas almas que claman en el mundo y elevan los ojos a Dios: “Tengo sed, oh Dios mío”. Y estas almas esperan la luz que ha de venirles de las almas consagradas, porque no hay puente, sino el de las almas sacerdotales, las que están destinadas para eso.
Los Hijos tienen la obligación de responder a todas las almas. Pero ¿cómo se puede realizar esa labor no teniendo la capacidad humana de llegar a todos los ámbitos del mundo? Cuidando perfectamente a las almas que han sido destinadas a cada uno. Si se les destinara una sola alma y le dieran todo el amor, la experiencia y el conocimiento que han recogido, si se le va enseñando poco a poco, con todo desinterés, sin mirar cuántas son; si se hace el trabajo espiritual a la perfección, la realización de esa alma es tan grande que se expande a las almas del mundo y todas encuentran su Maestro.
Si se tiene un grupo de siete y se le cuida con todo amor, dándole todo lo que se puede, si se es paciente y no se trabaja con los propios valores sino con los valores divinos, ese trabajo es divino y se expande a todas las almas; se hace un trabajo impersonal, llega a todos los ámbitos del mundo, recorre todos los senderos y todos los caminos que hay sobre la tierra.
Los Hijos tienen que pedir incesantemente que las almas que buscan encuentren su Maestro enseguida. No han de pensar en quiénes son ni qué color tienen. El pensamiento ha de correr por todas partes como si fuera una luz encendida día y noche para buscar a aquellos que anhelan una senda.
Recuerden los Hijos que las almas están hambrientas y no hay directores espirituales. Dijo Cristo: “Mucha es la mies, pero pocos los obreros”. Hay especialidades para todos los oficios, pero para la vida espiritual hay muy pocos, y por uno bueno hay diez regulares en todos los sectores.
Pidan siempre los Hijos a la Divina Madre, como único bien, la gracia de salvar a las almas: salvar aunque sea una sola alma.

Enseñanza 15: La Renuncia Permanente

El Retiro Espiritual es un bien que es dado a los Hijos anualmente para que puedan tomar nuevas fuerzas, volver a pensar y sentir todos los movimientos interiores de la vocación espiritual que les ha sido concedida. En una palabra, los días de retiro espiritual son días de gracias verdaderas. En estos días, a veces, la Divina Madre da luces y gracias especiales que fortalecen, renuevan y vivifican la vocación espiritual; otras veces da grandes arideces, insensibilidad y tristeza, también para reavivar el espíritu. Sea de devoción o de aridez, la Madre Divina siempre saca de allí grandes bienes porque baña a las almas en el lago sagrado de la Renuncia, ya sea que les dé un abismo u otro, el divino o el de la tristeza humana, y siempre es para provecho del alma y su adelanto interior. Es la fiesta gloriosa o dolorosa, pero es fiesta.
Por eso el último día es bueno resumir, hacer un propósito, sacar algo más que apuntes: unas frases axiomáticas fundamentales para llevarlas como un ramillete durante todo el año. El Retiro Espiritual es un oasis en el desierto de la vida humana, y es necesario que cuando se llega a él se tenga sed de devoción, se beba abundantemente de esa agua que ha sido dada a los Hijos.
Estas Enseñanzas se han dedicado a intensificar el concepto y el amor al Voto Fundamental. Se ha podido considerar cómo por la consideración de la ilusión de todas las cosas, del vacío de las cosas humanas, llega el alma al renunciamiento; que el renunciamiento es el único camino de Cafh y de todas las almas.
El renunciamiento es el camino de salvación, de la vida, para la raza futura; una raza más noble, más libre, portadora de paz y de dicha para la Humanidad.
Pero estas Enseñanzas han revelado en una forma más intensiva el interior del alma; porque no son las palabras exteriores las que hacen la obra, sino lo que se siente en el interior; el Hijo vive en la hora eterna, no en el tiempo dimensional, sino en un tiempo único: hora eterna y de gracia.
La muerte mística del Ordenado lo ha colocado fuera del tiempo para que viva siempre en Dios y esté a su Divina Presencia. Cuanto más grande sea la intensidad de su vivir frente a Dios, tanto mayor será la amplitud del tiempo en que vive; porque el pasado, el futuro y el presente están resumidos en esta hora, en la que puede ofrendarse a Dios. Este es un tiempo en el que el tiempo no existe; se vive la Hora Eterna.
A veces, aún para los Hijos que siguen el camino espiritual, la Verdad llega a una hora o a otra, pero cuando llega este conocimiento se lo comprende en toda su amplitud, con toda su intensidad. No es porque el concepto de la Renuncia fuera develado hoy o ayer; es porque las almas están hoy capacitadas para comprenderlo. ¿Cuántas veces habrán leído ellas la Enseñanza del desenvolvimiento espiritual y otras Enseñanzas y, sin embargo, no le llegaron al corazón sino cuando éste estuvo apto para recibirla? Y cuando éste la recibe parece como si no la hubiera conocido nunca. Es que en ese momento ha vivido la Hora Eterna, fuera del tiempo; pudo alcanzar la amplitud de la Enseñanza Divina y Universal. Ella siempre está al alcance, en todos los tiempos, pero llega al corazón cuando éste huye del tiempo y vive la Hora Única y Eterna.
Este conocimiento de la grandeza de la vocación espiritual ha puesto al Hijo frente a Dios y le ha revelado el secreto de la vida, que es una perfecta simplicidad de sentimientos, de ideas y acciones. Mas los hombres complican las cosas, quieren buscar soluciones y se esfuerzan siguiendo al hombre, y nada hacen. Todo se vuelve muerte y destrucción en sus manos. Únicamente saliendo fuera del tiempo, poniéndose a la presencia de Dios, renunciando a sí mismo, muriendo completamente, místicamente, se alcanza aquella gran simplicidad interior que es la participación del alma a la Vida Divina.
La Renuncia comprendida como única salvación del mundo, abrazada con los Santos Votos, vivida diariamente a través de los actos y del ritmo de Comunidad, lleva inevitablemente a una mística, quiere decir, a un determinado modo de vida expansiva interior. Hace que el alma, al estar muerta, no desee ni aún el camino de unión con Dios, ni éxtasis, ni visiones, ni revelaciones, ni gozos, ni aún iluminaciones. El alma adquiere así una mística toda característica: la de las cenizas que sólo da la Ascesis de la Renuncia y la Mística del Corazón: No quedar con ningún recuerdo de la personalidad, no ser nada más que un montoncito de cenizas puestas allí, frente al altar de la Madre Divina.
Pero el alma que ha tomado esta mística de aniquilación aparente vive una vida nueva, en la Eternidad; no vive en el mundo en donde los seres nacen, crecen y mueren, sino en la Eternidad, en donde los seres no mueren, no cambian, no están sujetos a transformaciones internas causadas por su estado fisiológico, psicológico, anímico; viven siempre en un mismo estado de comprensión, iluminación y éxtasis expansivo.
Allí comprende y realiza el misterio divino de la egoencia; no saca ni aniquila ningún valor real sino los valores ilusorios. La personalidad psíquica no es más que una sombra sobre la pared de la realidad.
Muchos Hijos no comprenden ese estado de unión del alma con Dios; creen que es estar absorbido en la Divinidad. Esto no puede ser porque si no todo el proceso de evolución habría sido inútil; si Dios es el estado absoluto en donde caben todas las cosas, ni el más pequeño grano de arena puede perderse. El alma tiene tal asimilación con la Eternidad que vive en Dios sin que haya diferencia entre Dios y el alma, pero tiene presente dentro de la onmiconciencia de Dios toda su existencia, que se ha desenvuelto desde el momento en que Dios aparece como dualidad en el Universo creado.
La Renuncia es creadora de nuevos valores al desechar los valores establecidos. La nada es siempre la nada, y la nada puede vivir. El hombre que se aniquila y renuncia y muere místicamente pierde los valores humanos para adquirir los valores divinos, quedando como experiencia y enseñando al mundo.
La Enseñanza verdadera y universal es dada a todos los seres; la Enseñanza dogmática es guardada por las grandes religiones del mundo, y las grandes Enseñanzas son dadas por los Maestros proféticamente a sus discípulos.
Para terminar, la Renuncia, como es holocausto permanente de vida, no sólo es el único bien y el único medio de salvación para el alma que la ha abrazado, sino es el único medio para ayudar al mundo y redimir a la Humanidad.
Se ha explicado con detalle cómo el alma que renuncia aún al bien de poder hacer el bien en el mundo, hace el bien real; reconoce como miseria su nada, ve que nada puede hacer en realidad y que todo lo que hace aún con la mejor intención, a veces tiene un resultado malo. El Don de auxiliar a la Humanidad es como corredentores de la salvación de la Humanidad, no como filántropos. Nadie puede hacer nada por nadie porque lo que se hace externamente perece. El alma tiene que morir místicamente, dar su sangre y vida. Nada exterior tiene valor, únicamente lo que se da íntima, profunda, absolutamente, tiene valor. Sólo el alma que renuncia a todo, muere y ofrenda su vida místicamente, sólo ella puede ayudar a la Humanidad. No muriendo de una muerte violenta sino de muerte mística: la muerte de todas las horas de la vida, la gotita de sangre dada por amor.
Esta visión única y divina de la vocación ha de traer un fervor nuevo y todo renovado al corazón. Los hijos han de esconderse en su corazón para poder allí, frente al abismo de su nada, ser el abismo de la grandeza divina a la cual han sido llamados a participar, para aprender el gran secreto de la Renuncia, de que son seres limitados, que son nada, que sus posibilidades son pequeñísimas; porque la condición humana es la pequeñez, la nada, lo que huye, lo que pasa, lo que muere incesantemente. Al reconocer esa nada por su muerte mística comprenden, sienten, realizan, en este lugar secreto del corazón, el espacio eterno, infinito y universal. Desaparece el espacio como dimensión, medida, como figura geométrica y única y queda el espacio como intensidad, como estado divino. Encerrados en su muerte mística, en su clausura de Comunidad, dentro del Radio de Estabilidad, realizan al Universo, a todo el espacio que Dios ha creado desde el principio de la Eternidad hasta su final. Desde aquí ven pasar el tiempo, las razas, la Humanidad; sucederse los ciclos, empezar una civilización, crecer y decrecer; porque éste es el depósito divino y cósmico, y sólo de allí pueden participar con Dios en su expansión, de la Eternidad.
Queden allí bien encerrados en su sepultura mística, hechos una nada humana para ser un todo divino, y miren el abismo de la nada humana y el abismo eterno de la grandeza divina donde todo existe, vive y nada muere. Desde allí sean los verdaderos corredentores de la Humanidad junto al Gran Salvador, y desde allí pueden atreverse a mirar el porvenir, tan desconocido para los hombres, pero que adquiere una claridad intensa a los ojos de aquél que ya no tiene ojos para ver este mundo.
En verdad los Hijos de la Renuncia, llamados a esta tierra únicamente para cumplir su misión de muerte mística, han sido enviados a preparar los caminos del Gran Salvador en una hora terrible y difícil para la Humanidad. Desde ese año 1945, desde ese 16 de junio, todos los hombres que quedaron en pie estaban destinados para ver el principio de la nueva raza. Ese día prepararon allí, en ese desierto americano, la primera bomba atómica cuya energía se levantó a los ojos de los hombres como un monstruo desconocido, avasallador, que paralizaba todos los sentidos. Desde ese momento se ha entrado en la nueva raza.
La Humanidad, durante el siglo XIX llegó a la perfección de la investigación individual; la materia quedó delante de ella para que la analizara, la conociera, escudriñara en el más profundo de los secretos lo que el hombre podía saber y conocer. Todo lo que cosecha hoy es trabajo hecho el siglo pasado. Los hombres de la individualidad, del materialismo, del existencialismo, del fenómeno, hicieron el sacrificio más grande que los seres pueden hacer: olvidaron a Dios, al espíritu; se encerraron en una clausura para ser materialistas, para no conocer otra cosa, y al tener sólo esto poseerlo plenamente. Así, dieron a los hombres que vinieron después la posibilidad de entrar en el campo de la investigación energética.
Parece que esta nueva raza poseyera toda la energía de Dios en sus manos; le ha sido dado al hombre el poder inmenso de dominar la energía física. El hombre que se había enclaustrado en el materialismo pudo allí encontrar la ventana por la que puede salir y hallar a Dios.
Pero este hombre-niño usó esta fuerza para la muerte y la destrucción; tomó en sus manos el poder que Dios le había dado para nacer a nueva vida, y se creó con él un karma de muerte desde el principio. Tiró una piedra que ya no se puede detener: tendrá que caer. El destino de la Humanidad es perecer: destrucción y muerte.
El hombre, en lugar de tomar el divino don de entrar al mundo energético con un sentido de individualidad de bien, lo ha tomado como un poder colectivo, de agrupaciones, y ha puesto sobre él el sello de la destrucción y de la muerte.
Durante estos años, de 1945 a 1955 ¿qué ha hecho el hombre? El pensamiento ha dejado de ser individual para tomarlo un cerebro colectivo, se podría decir estatal, que lo utiliza para la muerte. Los sabios, esas grandes almas que creían en la nueva posibilidad de un mundo energético, son prisioneros de una gran potencia o de la otra. No pueden escapar. El cerebro estatal los toma en sus manos y les quita todo poder de voluntad individual. Y estos grandes cerebros colectivos no han hecho nada más que producir energía atómica, pero no para el bien de la Humanidad sino en un sentido defensivo, quiere decir, destructivo. El porvenir del mundo es destrucción, y este compás de espera no es más que un momento en que la fiera está allí, escondida, atenta, para pegar un salto más largo, más definitivo y certero y destruir a su presa: la Humanidad.
En estos diez últimos años, años de destrucción para el mundo, también se han visto surgir las fuerzas espirituales. Enseguida que un peligro nuevo aparece, el hombre establece defensas interiores, crea nuevos centros cerebrales para defenderse de ese mal.
Los grandes elementos que prepararon en el mundo el advenimiento de la nueva raza fueron todos nacionales: un Gandhi, por ejemplo. Amaban a la Humanidad pero trabajaban para su pueblo, para su raza. Hoy hay un despertar nuevo: los grandes hombres se hacen universales, benefactores de toda la Humanidad.
Surgen en el mundo nuevos valores para contrarrestar esa gran destrucción, en la que las dos grandes potencias de la actualidad serán derribadas por las nuevas fuerzas espirituales que nacen. Recuerden los Hijos la visión del león y del oso. Sobre una meseta, al borde de un abismo, una gran leona estaba frente a un oso de tamaño enorme, y con artes femeninas (diplomacia) procuraba atraerlo. Cuando ya lo tenía casi ganado procuró herirlo en el cuello, y al no lograrlo intentó hacerlo en el vientre. El oso, al sentirse rozar se dio cuenta y con sus potentes garras destruyó el pescuezo de la leona; pero fue tanta la violencia del golpe, que ambos cayeron al profundo abismo: las dos grandes potencias serán destruidas. Pero una parte del mundo se salvará.
Los Hijos están dentro de la corriente de seres espirituales y su misión no es sólo de corredentores de la Humanidad, sino de ayudar a la salvación del resto de la raza. ¡Pobre del Hijo que dice que no y vuelve al mundo!
Los Hijos están construyendo con su renuncia los puentes de salvación; son posibles salvadores de esta raza que está por destruirse, y al mismo tiempo son los que preparan la venida del Salvador. ¡Cuánto trabajo para un puñadito de hombres y mujeres! Pero ellos, sólo con el concepto de que participan de esta vida divina, tendrán fuerza para sobrellevar tanto peso. Y no sólo esto los sostiene, sino el Amor Divino del Maitreya. Que ese amor penetre en su matriz espiritual para que allí se geste un átomo de aquella fuerza que ha de crear el cuerpo del Divino Iniciado. Formen idealmente esa figura divina que ha de salvar a la Humanidad. Por mucho que se haga, nada servirá sin que Él venga a la tierra.
Pidan los Hijos que Él venga a poner Su Mano para que la destrucción inevitable no sea tan tremenda. Pidan para que sean muchos los seres que puedan salvarse; tengan un espíritu de renuncia tal que pueda atraer a muchas almas al Camino de la Renuncia, que su Enseñanza induzca a muchos seres a la Renuncia como único medio de salvación.


Enseñanza 16: Santa Francisca Romana

No se puede dejar pasar un Santo Retiro sin echar una mirada hacia aquella dichosa Eternidad desde donde viene el Mensaje, la asistencia, el consuelo; ese puente que hay que cruzar para ir a la realización del ideal, el que lleva desde esta vida miserable a la Vida Eterna, sin acordarse de aquellos Protectores, Santos Maestros, guías espirituales, compañeros que han precedido y que constantemente tienden la mano para que los Hijos pasen rápidamente. No se puede dejar de recordar a la Protectora, a Santa Francisca Romana, para que siempre, con la imagen de sus virtudes sobre la tierra, puedan los Hijos merecer ser compañeros de Ella en las Tablas invisibles del cielo.
Si han habido almas capaces de llevar una vida de renuncia y de pureza, que se pueda no sólo imitar, sino tener la fuerza de ser semejante a ellas por ese poder magnético que han irradiado, una de ellas fue Santa Francisca Romana.
En la biografía de los santos, héroes y grandes hombres, los autores pierden a veces de vista el punto fundamental de estas almas divagando en explicaciones de su vida, de lo que han hecho, y no van al punto central, no entran en el alma para ver la fibra magnífica que allí se ha abierto.
Por eso en Santa Francisca Romana hay que mirar su virtud, su tesoro fundamental. La virtud que se adquiere sobre la tierra es el bien fundamental, algo inherente a la propia naturaleza que se va desarrollando con las virtudes. Esa virtud central, esa cualidad esencial del alma, es la que da fuerza y es como un centro de proyección que irradia sobre todas las almas y las vivifica. La virtud de Francisca es su castidad, esencial, absoluta, mental, moral y física. Es un don que trae desde la Eternidad; lo lleva con ella. Alrededor de esa virtud se desenvuelve su vida, sus hechos toman trascendencia.
¡Ella es tan Hija de Cafh! Lleva ella consigo todos los elementos para una perfecta renuncia que se proyectará en siglos futuros. Esta fuerza emana de su castidad, de su deseo absoluto de pureza.
¿Puede imaginarse el martirio de un alma nacida para la pureza, atada a ley de matrimonio?
Es una niña de nueve años; mira al cielo y dice a su madre: “Soy la esposa de Dios”. Pero qué saben los padres de esas cosas. Todos dicen que son expresiones de niños. Y un día tremendo, esta niña inocente, sin que ella intervenga en nada, es unida con lazos matrimoniales a un hombre que casi está entrando en la vejez, que no sólo no conoce la intimidad de la vida espiritual sino que conoce toda la ciencia del mal del mundo.
Una corriente de castidad y de pureza puesta en el fango, no en un fango de vicio, sino en un fango humano. ¿No es éste el primer martirio de Francisca? Es como tirarla a la calle.
Los padres no comprenden. Cuando la niña estaba en pañales lloraba cuando la tocaban, según lo atestiguará una vieja sirvienta después de la muerte de la santa. Pero los padres se ríen de esto sin darse cuenta que su alma ha sido llamada para la pureza.
Pero detrás de todo está el designio divino: “Por ese camino llegará a la plenitud del renunciamiento”.
No es de extrañar entonces que esta jovencita inocente, de doce o trece años, caiga gravemente enferma frente a la carnicería de la vida. Se va a morir; es imposible que ella viva. Su alma purísima rechaza las miserias de la carne. La muerte será una bendición para esa alma que a la sola presencia del esposo siente como si la muerte cayera sobre todo su ser. Pero Dios siempre da al alma otra que la comprenda: es su cuñada, compañera de su vida espiritual. Esta le dice al esposo que no se acerque a la pieza de Francisca si quiere que se salve de su enfermedad. Entonces, lejos del dilema matrimonial, empieza a sentirse mejor. Sin embargo, no puede curar; la fiebre la consume. Es que es fiebre divina, de deseos de santidad. Hasta que una noche se le aparece San Alejo y le dice que hay que sacrificarse: “Dios te quiere madre. Ven a dar gracias a Dios. Empezarás a ser madre de familia y a llevar una pesada cruz”. A la mañana siguiente dice a su cuñada: “Vamos que quiero levantarme e ir a dar gracias a Alejo, porque él dice que estoy curada”. Se levanta y corren las dos para dar gracias a Dios. Entonces Dios le da su primer hijo.
La maternidad purifica su sentimiento. Ve a través de la maternidad una purificación para ella. A pesar de que el matrimonio está santificado, a pesar de que el Director Espiritual le dice que ése es su deber, siempre es su sacrificio; seguirá escupiendo sangre todas las veces que el esposo se acerque a ella, pero irá adelante para cumplir su misión.
Ese dolor le da hijos.
Ella es flor de santidad, aún en el pecado matrimonial; porque por matrimonial que sea, siempre es pecado. Y ella, en ese martirio continuo de toda su vida, saca la fortaleza para hacerse madre de todos los seres. Empieza a proteger a todas las mujeres que van a ser madres; a sentir ese amor por los miembros doloridos de Cristo, por los que están enfermos con dolores de muerte.
Sus palabras son: “Ya que no he podido consagrarme a Dios en un lugar apartado, quiero curar a la Humanidad. Dios me da la fuerza para que yo haga un poco de bien en el mundo”.
Durante años Francisca será el ángel de todos los desamparados y enfermos; no hay enfermo que ella no cure con el aceite de su lámpara.
Pero ella ha de ser imagen de martirio vivo de castidad. Durante toda su vida sufrirá por no poder volver a la pureza de su niñez. El Señor le ha dado como misión ser madre y ella pagará, bajo el peso del pecado matrimonial, por el pecado de todos los seres. Cristo le dice: “Has de pagar por aquellos que hacen el mal. Te he querido por esposa para que seas madre de todos los míos”.
De tres hijos, dos se le mueren y uno se lo llevan de rehén los enemigos políticos de su marido, que era de las principales familias de la ciudad. Todo se desmorona a su alrededor. Todos los dolores que puede tener una madre de familia los padece ella, pero su fuerza interior permanece viva, nítida.
Dios le quita sus hijos, pero le da un ángel que la acompaña durante toda su vida; su mismo hijo se le aparece para decirle que le mandará un compañero que siempre estará con ella. Al fin le devuelven a Bautista, su único hijo vivo, y también a su esposo, maltrecho, dolorido, arruinado, para que ella pueda seguir su obra de santificación de las almas.
Dice un autor de ese tiempo que por donde ella pasaba, los pobres besaban el suelo y se arrodillaban para besarla. La llamaban el Ángel de Dios.
Cuando se eleva en éxtasis Cristo le dice: “Eres madre de tus hijos y esposa, pero aquí arriba serás mi esposa, pues has cumplido la voluntad que yo te he impuesto”.
Cuando sus éxtasis son prolongados su cuerpo tiene el aspecto del cuerpo de una virgen. “Parece una virgen del Señor”, dicen sus compañeras.
Pasan años y años de martirio. Su esposo es un anciano enfermo y ella lo atiende con amor. Le pide que la deje en su piecita: ya ella ha cumplido su misión humana; pero el hombre terco le dice: “Quiero a la esposa que Dios me ha dado”; y el confesor le dice que ése es su deber.
Todas las veces que su esposo la toca, vómitos de sangre salen de su boca. Creen que va a morir, pero Dios la deja sobre la tierra. Francisca ha de ser imagen de suma renuncia, de castidad, del cumplimiento del deber. Hasta que un día el esposo la mira y le dice: “¡Cómo es que Dios me ha dado una compañera tan inútil! Es mejor entonces que te vayas con Dios”. Comprende al fin que es una santa. Ese día ella se eleva en éxtasis; ya nadie podrá interferir entre su carne viva y su carne que se resiste.
Magnifica hija de castidad que les ha tocado a las Hijas como protectora. Alma, sobre todo castísima, es como si quisiera decir: “Yo he padecido mucho. Todo el sueño de mi vida ha sido reunir vírgenes a mi alrededor y lo he conseguido. No quiero que sufran lo que yo he sufrido. Quiero que estén bien protegidas, aquí, con la flor magnífica que el Señor les ha dado. Embellézcanla con la vida interior, apartada, con la observancia y sobre todo con el renunciamiento que es castidad, divinidad, corona de todas las virtudes: una castidad sobrenatural".
Miren los Hijos muchas veces a su Protectora, no cuando hay tentaciones, ya que en la Casa de la Madre las tentaciones casi no existen, sino cuando hay tentación carnal de ira, gula, pereza, indolencia. Miren a Francisca, al ángel que la acompaña, a ella que es la expresión castísima de una vida pura, santa, y enseguida su potencia de fuerza vendrá a ellos, se comunicará a sus seres, les dará una fuerza nueva.
Crean los Hijos que son muchos los dones que Dios les ha dado, pero hay uno que es el mayor de todos: el de poder mantenerse puros y decir: “Ego sum sponsa tua”.
No hay bien tan grande ni sublime, pues hasta los seres que viven en el lodo lo reconocen. Sea este don la ofrenda segura de su renuncia total, de su triunfo. Sea este don divino la mano santa de Francisca que se la tiende y los invita a cruzar el puente desde la vida a la Eternidad.
Cuiden las esposas de Cristo su corona, que es la castidad. Guarden ese tesoro que el Señor les ha dado, pues con ese Don caminarán por el Camino.

ÍNDICE:

Enseñanza 1: La Renuncia es el Camino de Cafh
Enseñanza 2: Meditación sobre la Muerte
Enseñanza 3: Presencia en la Hora Eterna
Enseñanza 4: La Muerte Mística de De Rancé
Enseñanza 5: Efectividad Posesiva de la Renuncia
Enseñanza 6: El Vencimiento del Sueño
Enseñanza 7: La Renuncia como Salvación
Enseñanza 8: La Mística de la Ceniza de San Pablo de la Cruz
Enseñanza 9: Automatismo Liberador de la Renuncia
Enseñanza 10: Los Bienes de la Renuncia
Enseñanza 11: El Valor Único de la Renuncia
Enseñanza 12: Los Discípulos Tibetanos
Enseñanza 13: La Renuncia como Holocausto
Enseñanza 14: Conquista de Almas por la Renuncia
Enseñanza 15: La Renuncia Permanente
Enseñanza 16: Santa Francisca Romana

Volver

Si lo desea puede copiar las Enseñanzas a su computadora, para leerlas sin conectarse a Internet.